Cuándo a los nueve años me llevaron a una fábrica de zapatos, yo fuí descalzo. Y era que en un gran número de las casas del vecindario, los zapatos eran objetos de lujo. Usados sólo para ir a la escuela, los sábados al catecismo, los domingos a misa y a tanda y para enterrarnos. Y lo dicho traía el trabajo nocturno más odiado por los hijos mayores: lavar los pies a los menores antes de ir a la cama.
Sin embargo, el haber ingresado al taller tenía para mí una lógica incuestionable. ¡Claro! con ése régimen del uso del calzado, ninguna técnica sería más productiva, que producirlos. Y el dictador de turno así lo entendió. Primero, votó la ley que convirtió su uso en obligatorio y después instaló la fábrica. Siendo aquéllo, por ende, una gigantesca mina de dinero.
Pero el estar en el mundo de los zapateros, impactó mi corta existencia. Y lo primero en impresionarme fue el agradable bullicio de los martillos al asentar las suelas; que para mí, era algo muy rítmico. Y, además, completado por las voces intermitentes de las máquinas de los preparadores; uniéndosele el 'contrabajo' que sonaba la 'entro y fuera' del maestro 'Ténica'.
Sin que tódo al unísono, impidiera el canto estilizado de 'Mingo' y la alegría de 'Néa'. Tampoco, al fino humor del 'Piro'; unido al exquisito gusto por vestir bien de 'Ángel' y la lumbre del saber de 'Abelio'. Y menos aún, con el caché deportivo de 'Minino'; al que se le podría añadir el sin par carácter para halar la 'high-class', de su hermano 'Ercílio'. Coronando el ambiente la seriedad angustiante de 'Pablo'.
Pero el toque incomparable, fué la masiva respuesta de éllos, al llamado de la patria. Y, son mi orgullo, los intercambios de chavetas y chairas que tuve con compañeros que están en el sitial, que la gloria tiene apartado para sus más desinteresados hijos.
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