Las mujeres de esa panadería estaban siempre en constante movimiento.
Se movían ágiles, cordiales y voluminosas. Eran tres hermanas que habían heredado la panadería de la abuela, horneaban y cocinaban como si la harina fuese maná del cielo.
Hacía muchos años que el pueblo de La Loma las conocía. Era un paraje un tanto solitario, pero según el murmullo general, y el mensaje de boca en boca que había corrido, no necesitaron de letreros digitales, para asegurarse un porvenir, horneando pan, facturas, bollitos de grasa, cuernitos, y cuanta pastelería se podría degustar. Las vitrinas estaban dispuestas de tal forma como para que le vista y el gusto estuviera al borde del paladar más fino.
El dulce de leche, la crema pastelera y la natilla chispeaban en todas sus formas y resplandecían a los ojos y a las bocas.
Los niños entraban muy contentos, porque sabían que sus padres acabarían comprándoles todos los manjares.
También los precios eran módicos, porque las hermanas decían que es mejor llegar a más público que llegar a unos pocos con más dinero. Cuando terminaba la jornada, exhibían el pan y las facturas sobrantes. Venían de los lugares más distantes, a comer y a llevarse algún conito de coco para el día siguiente, porque sus estómagos estaban vacios de todo alimento.
Las manos de Alicia, una de la hermanas tenían un misterio especial. Todo lo que tocaban tenía sabor a cielo, a dulce, a néctar, Amasaba con amor, ponía su ingrediente principal que que iba a buscar a fondo de la casa, lo traía un una bolsita y lo juntaba con la masa. Nadie sabía de qué se trataba.
La gente se acumulaba en el mostrador. Alicia, Samanta y Gladys no daban a basto.
Hasta que llegó la noticia hasta sus competidores principales, del otro lado de las vías del ferrocarril, que justamente dividía al pueblo de La Loma en dos partes.
Don Cosme envió a un espía, a comprar el pan de las hermanas quien vino muy feliz.
Probó unos cuernitos y pensó”Que exquisitez, que le pondrán, para que tenga ese sabor tan especial”.
Las ganancias aumentaban. Las hermanas cerraban solo una semana al año, y se iban a la costa, al mar a descansar, de los clientes, de la harina y de la masa. Alicia ponía los pies en la playa y jugaba con la arena entrara sus dedos, mientras el agua le acariciaba las pantorrillas pesadas y rugosas.
Dos Cosme que se había enterado de la ausencia de las hermanas, mandó a su sus empleados a hacer una investigación, para descubrir el misterio del pan.
No descubrieron nada, solo salieron comiendo todo lo que habían encontrado, en las alacenas, muy bien envuelto y etiquetado. Gesticulando y sonriendo, le dijeron a Dos Cosme, que allí no había nada raro.
Un día llegaron los verdaderos mafiosos, con mascaras, y armas en mano amenazaron a las hermanadas, que, si no descubrían el ingrediente secreto, le cortarían todos los dedos de la mano a Alicia. Empezando por el dedo pulgar, que ella utilizaba mucho.
Alicia y las demás no abrieron la boca, pero con sus ojos ofrecían los manjares que estaba en las estanterías para que los degustaran. Se sacaron las máscaras y empezaron a comer. Se prepararon café con el agua que habían hervido en la pava eléctrica.
Se sentaron a descansar.
Las hermanas aprovecharon para desarmarlos. Se desataron con cautela, e ingenio y los ataron a ellos con los mismos ardides que ellos habían utilizado.
Estaban tan satisfechos que se quedaron dormidos y mientras roncaban llamaron por celular a algunos vecinos para que constaten la injusta presencia de los espías de Don Cosme en su territorio.
Los vecinos defendieron con uñas y dientes a las hermanas, los llevaron en andas a la calle, les pegaron, y los corrieron hasta que desaparecieron.
El pueblo de La Loma siguió degustando manjares más sabrosos, y nunca se supo el ingrediente secreto.
Todos sabían de qué se trataba, pero nadie las delató, hasta que un niño, muy vivaracho, le dijo a su madre:
-Ese pan tiene el mismo aroma que lo que vos fumas por las noches, con papá.
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