Los pies se estaban inundando de arena al igual que su memoria, llena de imágenes plausibles e increíbles que recorrían los canales de los recuerdos tanto de su pasado como de su presente en aquel entonces. Su vista escrutaba más allá de la frontera del horizonte, ahí donde el sol se despedía día a día levantando sus últimos haces como brazos, moviéndose, saludando a la tarde y donde también las nubes se convertían en pájaros cuando se acercaban después de un rato a esa playa graznando en tonos violetas y anaranjados.

El viento no se decidía soplar en ninguna dirección fija, por lo que su pelo se elevaba y bailaba con él, intentando llegar a un acuerdo que los calmara para poder tomar asiento en los hombros de la erguida persona y quizás compartir té o jugar ajedrez.

El cielo era el más atento esperando el paso que daría para empapar los pies en aquel suelo y en el minutero de su sombra la hora llegaba para presenciar el espectáculo.

Un sonido de palillos cayendo, una piedra bajo un río casi seco, una cuerda rozando el cemento, una bicicleta frenando en seco...

La combinación de sonidos perfectos y el pestañeo del viento que por fin se detuvo en dirección al océano. Pie derecho arriba primero y una ola mojaba el izquierdo. La sal abrazaba los tobillos y el agua la reclamaba de nuevo.

El avance se proyectaba hacia lo profundo, hacia adentro y una curvatura se presentaba en su pequeña espalda aún con indumentarias en el cuerpo.

Un respiro profundo y un corte incisivo con brazo en la tela del acuático muro, mascando la masa con el pecho, la cara y su peso total. Nadar se convertía en un ritual y el sol ya no era testigo de ello en ese lugar.

Se adentró cada vez más y no volvió más. De vez en cuando una cabeza se asomaba acompañada del mismo viento y la misma sal. Una semilla hermosa en la costa de la vida, germinando al besar el mar. Ya no había más espera, se decía. La búsqueda de la muerte era el final.