La letra con sangre entra. Antiguo dicho que por el imperativo de tiempos más razonables pasó a la historia. Pero a muchos, y me incluyo, las huellas de la oprobiosa fusta quedaron dibujadas en los muslos que la moda imperante desvestía, o bien las patillas alzadas al cielo con el objetivo superior de lograr que el rapazuelo alcanzara el punto máximo de su altura y el grito de dolor como sinfonía absurda, retruécano de una respuesta errónea. A menudo, ni las letras, ni los números, ni las fechas, ni todo lo que trataran de embutirnos en la mollera, se digerían sin que ese saborcillo a herrumbre carcelaria se filtrara espuria en el conocimiento adquirido.
Y aun hoy, me surge la contestataria duda de que mis letras pueden estar contaminadas del producto hemático, sangre negra dibujada por el miedo, por las dudas, por todo lo que no supimos defender en aquellos días grises del colegio, cuadernos escritos a la rápida, miradas clandestinas a las promesas oscurantistas, dolor físico que contradecía la grandeza del conocimiento.
Hoy, el saber está a un dedo de cada uno de nosotros y distinguirlo es la promesa y la única fusta que se alza inminente en estos días es la del que nos provee de internet. Pago al día o sino el corte. La letra, una vez más, con sangre entra. O con megabites. Elija usted.
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