Tamara tenía una compañera en la escuela, que vivía en una casa hecha de un contenedor, en un barrio especialmente diseñado para gente de bajos recursos. Esos contenedores, a los cuales se les había colocado ventanas y puertas, domaban a la gente. Les había puesto cortinas, antenas de cable, pero eran todas las casas iguales, un poco retiradas de la zona urbana.
Tamara sentía piedad por su amiga de la escuela, que siempre traía una viandita para no tener que comer en el restaurante y pagar la consumición.
Su amiga se llamaba Mirna. Las dos se llevaban muy bien, tenían los mismos gustos, le gustaba jugar a los mismos juegos, y eran las dos muy ingenuas.
Tamara sentía algo diferente en Mirna y era su olor.
No olía como todos.
La madre de Tamara gastaba fortunas en perfumes importados, y los guardaba donde ella sabía. De vez en cuando los usaba, para ir a la escuela.
Es que amaba los perfumes, las fragancias. Se ponía con el aerosol en las muñecas, detrás de las orejas.
Los compañeros de la escuela también habían descubierto el olor de Mirna. Era una escuela privada a la que había accedido Mirna, por un pedido especial de una antigua profesora, tenía una beca por sus notas tan altas, y su excelencia académica.
Cierto día Mirna se quedó a dormir en casa de Tamara, y vinieron a visitarla sus otros compañeros.
A Tamara le dio vergüenza, albergar a Mirna, así que la escondió, hasta que sus compañeros se hubieran ido.
EL olor de Mirna la delató. Esa fragancia a pobreza, ese olor a subte, a trapo viejo, a contenedores de basura, salía desde su escondite para llegar a las fosas nasales de los chicos.
La descubrieron, buscándola con ahínco. Le pegaron hasta hacerla sangrar.
Tamara no la defendió. Se quedó en un rincón, mientras sus amigos la golpeaban.
Tamara y Mirna nunca más volvieron a ser amigas.
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