Enciende la naturaleza charlas animadas
en cada amanecer en boca de tantas aves.
Los ruidosos golpes en las vigas de la cabaña
con que el viento su dulce presencia desata.
La juguetona caída de la lluvia encaramada
sobre el negruzco tejado de madera reseca.
¿Quién me los robó? ¿En qué momento los perdí?


Caricias suaves sobre el rostro susurran
secretas fragancias aún desconocidas.
Un coro majestuoso de árboles se agitan
entonando un colectivo canto a la vida.
Un repentino llamado a acallar el hambre
se cuela en el crujir de la leña encendida
¿Quién me los robó? ¿En qué momento los perdí?


Nos despertamos sin ver la luz del nuevo día,
torturados en pesadillas de sonidos forzados,
que se abren en nuestros pobres espacios.
Desde las casas de junto ruidosos portazos
se cuelan en nuestras cabezas como prefacio
de una jornada recargada de hirientes ruidos.


Alarmas de autos que secuestran el silencio,
nos regalan un estado de alerta no deseado,
una sobredosis desmedida de consciencia.
Rugen motores de manejo desenfrenado,
y el estúpido del vecino enciende su radio.
Cree que su trap es el consuelo esperado.


Y entonces dejamos de escuchar un día
esperando con ello recuperar la cordura.
Y al poco andar ya perdimos la compañía
que suplimos sin asco por un aparato vacío.
Un emisor de un mantra sugerente y repetitivo
que nos reconforta con deseos dirigidos.


Parodia inadvertida de afectos suplantados,
en construcciones a medida para raptar la vida.
Hipnótico placebo de sonidos olvidados.
Normalización en un mundo de mentiras,
de sonidos simulados, de sonidos perdidos.


¡Qué hubiese sido de mí!
Si no llegase el ruido de famélicos gorriones
hasta mi ventana para pelearse las sobras.
¿Podría yo acallar mi alma con canciones?
¡Qué hubiese sido de mí!
Si no hubiese colgado esas piedras talladas
que me permiten escuchar colarse el viento,
y soñar con atardeceres en montañas doradas.