"Los únicos sujetos con voluntad somos nosotros; pero el Universo es tan inmenso que prácticamente la anula".
Perico el de los palotes.
Yo estaba matriculado justo en el edificio de enfrente, pero aquella tarde me dio no sé qué clase de pálpito y me colé de oyente en una clase de Física. Fue sorprendente saber que sólo a unos cincuenta metros de donde se desenvolvían mis enseñanzas- Filología árabe- se estaba cociendo el descubrimiento de los secretos del Universo. Pero, más sorprendente aún, fue la coincidencia de ambas enseñanzas. Estábamos traduciendo un texto de un poeta árabe de los tiempos del califato. Texto en el que venía, básicamente, reflejado el enunciado entre comillas del principio.
Pues bien, tal conclusión encajaba perfectamente con las respuestas a las últimas preguntas de la Física moderna. Después de una serie de ecuaciones con las que el profesor llenó el encerado- a las que uno no podía tener acceso por falta lógica de formación científica- se llegaba a la conclusión antedicha. No existía Dios; sólo materia. A no ser que queramos llamar Dios a la materia- exponía el profesor. El ser pensante volitivo está solo en un Universo tan inmenso que todas sus pretensiones están predestinadas a fracasar. Por un momento creí estar en mi clase habitual enfrascado en los textos de aquel autor desconocido- al que uno ha tildado de esa manera, por ponerle un nombre. Un precursor, por lo visto, de Espinosa y del dios de Einstein. Un precursor del panteísmo, del Dios- materia, de la soledad. Y era que la soledad era el motor de todo aquello, quizá una porción de la que a mí me asistía en aquella ciudad, en la que no hacía más que dar pasos errados sin saber muy bien ni qué hacía allí, ni qué pasos andar.
Al final no me regurgitó como a un hueso- contra pronóstico- de aceituna. Aquella distribución de esferas del saber me empezó a interesar paulatinamente, siendo uno de los pocos de los que por allí cundíamos que se metía indistintamente en una Facultad u otra. A punto estuvo tal afición de desviarme de mi inicial recorrido, que no era otro que el más práctico de alcanzar un saber con el que pagar los impuestos, la ropa y la comida. Pero el hecho que les quiero narrar es el portentoso que se abría a nuestros oídos y ojos a poco que lo supiéramos aprovechar. Como en el texto de Borges- la biblioteca de Babel- bastaba con unas elementales nociones de orientación geoespacial para ir cogiendo de aquí y de allá sin moverse de aquel sacro recinto del saber, pero a diferencia del texto, con un orden preestablecido y nada arbitrario.
No obstante, la situación anteriormente expuesta era más teórica que real, pues no podías meterte en pequeñas aulas sin la incomodidad que produce el intrusismo y sus secuelas: miradas extrañas y curiosidad exacerbada en general. Pero sí en grandes espacios donde muchas veces los concurrentes no se conocían o no demasiado. De tal guisa me colaba algunas tardes en las frecuentadas aulas de Derecho. Y, contrariamente a lo que pueda parecer, se podía seguir el hilo de tales explicaciones, al menos de una manera superficial.
Hasta que se produjo el desenlace.
Que no fue tal que la pregunta del profesor. Me situaba al fondo del aula con el propósito doble de no llamar la atención ni disputar el espacio a los alumnos oficiales. Pues bien, el enseñante se dio un paseo pasillo adelante y me inquirió sobre el tema que estaba desarrollando.
Fue así cómo conocí a Elisa. La muchacha ante el color de cara que se me iba poniendo, echó un capote contestando ella la cuestión. Era sabedora de que uno era un intruso por allí.
- Y su amigo, no tiene opinión al respecto- prosiguió el enseñante.
Milagrosamente di con una respuesta no demasiado absurda sobre lo que allí se trataba, pero cundió como la pólvora que uno era un out sider en aquella Facultad. Y lo que son las cosas, a partir de entonces mis pasos empezaron a cobrar cierto sentido, aplazando sine die la decisión de abandonar aquel lugar extraño al que los fines prácticos de la vida reseñados me habían acabado de determinar.
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