Imagino la vida como una maratón. Un largo trote de cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros dispuestos para que volquemos en ellos todas nuestras expectativas y nuestros más preciados sueños. Algunos se sitúan en la punta y se mantienen en esa posición de privilegio por un largo tramo, obedeciendo a razones estratégicas. Otros, diría que la gran mayoría, se arraciman en posiciones rezagadas y se van distanciando de los de avanzada cada vez más y de manera tan dolorosa, que al final abandonan la carrera, echando por la borda todas sus expectativas.
Hoy, ya corrida gran parte de mi carrera personal, imagino más que avizoro aún la meta. Han ocurrido situaciones de diversa laya, he transitado por diferentes escenarios y la existencia me ha sumergido en verdes pradera de placer y en otras ocasiones me ha mostrado la piel sangrante de la amargura. Siempre pendiente del devenir del mundo, de sus realizaciones, de sus conflictos y del crecimiento exponencial de la ciencia que abre expectativas inconmensurables para el devenir de la civilización, todo ello me abisma, me regocija, como también me abruman los mecanismos perversos de tal crecimiento que pueden provocar el colapso de la biósfera.
Durante los primeros años de mi existencia, los plazos para la consecución de tal o cual proyecto de enorme importancia para la humanidad me parecían breves y sólo esperaba con el mayor entusiasmo que ellos se concretaran. El hombre colonizó la luna siendo yo un jovenzuelo, se levantaron obras colosales, un robot acarició las llanuras de Marte y mi mente no encontró techo para imaginar los escenarios que se abrirían. Después, me casé, llegaron mis hijos y ya todo fue diferente.
Y en este trote largo y a veces fatigoso, me fui rezagando, muchos me sobrepasaron, otros se rindieron y pusieron su nombre en una cruz. Yo proseguí con mi trote cansino, imaginando la gloria, pero no perseverando lo suficiente para su consecución, acaso porque en una maratón gana tanto el que cruza la meta primero como el que llega al final. Las cámaras estarán con el triunfador pero al último le quedará la satisfacción íntima de haber cumplido con su labor.
Ahora me ocurre que cuando se anuncian grandes expediciones espaciales que están previstas para veinte o treinta años más, convengo que el hombre promedio no vive más allá de los ochenta y tantos años y que los longevos de una centuria no andan pavoneándose por las calles, sino que los más afortunados son cuidados como vacas sagradas en sus recintos asépticos. Y por supuesto, no alcanzarían a caber ni en el minúsculo puño de un bebé. Por lo tanto, intuyo que desapareceré antes de saber de tales logros.
Y corro y acezo y acezo más que corro y la vida como que se me va distanciando para entrar al terreno de lo dudoso. De pronto me imagino que soy un personaje advenedizo, prestado a un mundo extraño del que pocas cosas me seducen más que la música, la creación artística y la tecnología. Y de repente, me acometen las ganas de aporrear los platillos de una batería, sumergirme en la fantasía del ritmo para que éste se meta en la sangre de la gente. También me gustaría pintar el cuadro más bello, la melodía más hermosa y el libro más apasionante. Y en esta dispersión de mis sentidos, mientras corro y corro por esta senda de tan disímiles superficies, me volteo para atisbar si la poquedad que he construido alcanza a avizorarse en el horizonte. Simple vanidad: lo que he tejido con amor sólo yace dentro de las paredes cóncavas de mi corazón.
Continúo trotando.
|