Fairbanks.
Uno.
Cuando acabó con todo el papel en blanco, todavía afluían ideas a su cabeza. Jamás había pensado consumir aquel acopio de papel del que se había provisto para dedicar el resto del año a la literatura.
En aquella cabaña del Yukón, las interrupciones a tal labor eran pocas.
Lástima que todo aquel material sólo sirviera para llenar estantes de madera. Aunque también para encender el fuego- se consolaba. Para encenderlo y alimentarlo- concluía.
También cabía la posibilidad de que alguien los hallara un día y fuesen aprovechados como literatura. Aunque se mostraba bastante poco optimista sobre tal extremo, pues antes tendría que renacer el gusto por contar y oír historias.
Con la primavera- por aquellas latitudes todavía existía- aparecía Joe con sus pieles camino de Fairbanks, a venderlas. Bromeaban sobre la circunstancia de ser los norteamericanos que más al norte vivían. Y no andaría demasiado errado tal cálculo. Mientras Joe se dedicaba a la caza, Fergusson- Thomas Fergusson, que así se llamaba nuestro amigo- lo hacía a la escritura. Ni que decir tiene que compaginándola con labores más prácticas, si quería llevarse algo al gaznate, pues por allí no había supermercados, por cuestiones de rentabilidad- como él decía. Aquella autenticidad vital se traspasaba al papel y, contrariamente a lo que pudiera parecer, tocaba temas urbanitas. Raramente contaba alguna historia sobre sus vicisitudes vitales en aquella punta del mundo. Dos ideas ocupaban su mente: su subsistencia material y sus novelas.
Thomas Fergusson se había criado en una granja de Nebraska. Y había sido escolarizado y vivido en sociedad como cualquier americano al uso. Sólo tras tres años en la gran ciudad había decidido volver a la naturaleza. Los conocimientos de su infancia en el campo le habían permitido, con éxito, llevarlo a la práctica. No había sido fácil.
Un día encontró un extraño anuncio en el periódico. Alguien al parecer se quería deshacer por un módico precio de sus tierras y de su cabaña. Hasta ahí algo bastante corriente. La sorpresa venía después: la ubicación de la finca. Buscó Fairbanks en el mapa: era la ciudad más septentrional de los usa.
Dos.
Fue al poco de pasar Joe camino de la metrópoli. Una ciudad de treinta mil habitantes es, por aquellos lares, una auténtica metrópoli. El mal tiempo se desatascaba. Pronto podría deshacerse- pensó Thomas- de la canadiense. Allí ir ligero de ropa era no ir envuelto en pieles. Por el buen tiempo Fergusson salía a dar largas caminatas con su perro. La liberación que representaban aquellas excursiones compensaban los largos meses de práctica hibernación del invierno. Estaba deseoso de traspasar el río- helado en invierno- hacia los territorios de caza. Con una pequeña canoa se las arreglaba. Joe y Thomas- se podría decir sin exagerar- eran de los pocos hombres libres que quedaban sobre la tierra. A cambio, estaban expuestos a las enfermedades. Aunque Fairbanks distaba escasas leguas- seis en concreto- una gripe “a” podía llevar al traste a cualquiera de los dos amigos. En el botiquín no faltaban febrífugos- para las infecciones-, ni antibióticos con que tratarlas. Pero- ya digo- una simple gripe mal llevada podía arramblar con algo más que la salud- como suele ser corriente.
Thomas había ideado un sistema que lo hacía un tanto inmune. Una vez a la semana se daba una ducha de agua fría. Podían estar cayendo chuzos de punta fuera, que no faltaba a la gélida práctica. Desde entonces no había caído resfriado. No sabía la razón, pero no por ello era menos cierto el resultado. Quizá por ello aquel traspié no lo llevó directo a la tumba.
Fue a los dos días de pasar Joe hacia Fairbanks. Todavía está helado el Yukón… puedes pasar con “raquetas” hacia la otra orilla - dijo su amigo.
Y le hizo caso.
Cuando menos lo esperaba se hundió en aquellas aguas con todo el equipo. De no haber sido por el perro que lo sacó tirando de una manga, aquel hubiera sido el final de sus días. Se quitó toda la ropa en una orilla. Y se cubrió con una funda de piel que llevaba en el trineo. De tal guisa acertó a encender un fuego. Había oído de hombres que se habían salvado entre las vísceras de animales muertos: perros y caballerías. Triste final hubiera sido el de su salvador de no haber prendido aquel fuego. La costumbre derivada de sus duchas frías hizo el resto.
Afortunadamente debajo de aquel álamo encontró material combustible. El encendedor Zippo que llevaba no lo apagaba el viento. A fuerza de insistir se hizo la vida con aquella brizna de estopa que cobijara el gran árbol. Con hojas de sus escritos logró darle vida, hasta poder hacer encender pequeños ramajes y troncos. Tomó un café. Se vistió con mudas que llevaba en el trineo y volvieron él y su perro a casa dando gracias- lo que nunca, pues Thomas no era hombre religioso- al cielo. Para que luego digan de la literatura, decía para sí mismo el muchacho.
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