Tres: El hombre, la luna y el sol.
Sobre la tierra aún caliente, el hombre camina a saltos.
Sublimes, deslizándose desde la planta de sus pies desnudos, los vocablos de la tierra ascienden, ondulan suaves por los ríos de su sangre salvaje y vital. El hombre se detiene, palpa la tierra, la escucha, comprende su lenguaje ancestral.
Enraizado, alza sus manos y observa los brillantes astros que flotan en el cielo, admira su belleza. Aprende a leer en las nubes las tormentas. En la cercanía y calor del sol advierte las temporadas de sequía o de inundación.
Generosa, la tierra le regala infinitos alimentos, le da señales del clima, le muestra los tiempos de caza o de guarda. Le advierte los peligros latentes; formando fumarolas previas le avisa la erupción del volcán. Es una buena madre, lo cuida y protege. Conviven en armonía y paz.
Más de pronto, el hombre se adueña de las praderas, mutila el verde, mata por gusto.
La tierra alza la voz, se hace queja.
Dos: El hombre y el caballo
El hombre sube al caballo, corre intrépido. Galopa desbocado, sin mirar atrás. Coloniza la tierra. Luego se alza a las nubes y vuela. Es el nuevo arquitecto rediseñando el ambiente. Construye a sus anchas. A fuerza, impone nuevos cauces para los ríos. Ya no sólo mutila, sino que arrasa con lo verde, se hace amante del gris, ese gris de cemento. Sus pies no rozan la tierra, para él ahora es mugre, se protege de ella.
La tierra le habla, más el hombre no escucha. Obcecado, la ignora.
No le sirve el caballo. Su nuevo transporte es metálico. Ha inventado una red de la que inevitablemente es prisionero. Se conecta, tiene mil amigos, más no es amigo de nadie. Ya no hay quietud. Su silencio es interrumpido de forma constante. Se cree el ser más brillante. Ya no mira a la luna, y su enemigo es el sol.
La madre tierra le grita, más el hombre ha perdido su capacidad de escuchar. La tierra se estremece.
El hombre ha enloquecido. Corre, corre, no tiene paz. Hay guerras, llanto, enfermedades, tristeza, destrucción, soledad.
Uno; el hombre
Frente a un botón rojo un tembloroso dedo. Es el último hombre. Está hecho de hambre.
Seco, sin lágrimas, sin esperanzas. Su carne cae a pedazos, mutilada por las mismas enfermedades que –irónicamente– diseñó para atacar a otros. Sus labios resquebrajados gesticulan un adiós.
Cero, y presiona el botón.
La tierra gime. Herida y desconsolada llora. Su hijo predilecto, ha muerto.
M.D
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