No hay dudas de que existen tópicos que merecen ser puestos, seriamente, bajo una observación constante. Más aún si se comprende la permanente vigencia que distingue a algunos de ellos; incluso en tiempos donde el liberalismo económico y sexual ostenta el rol de perfecto violador de toda barrera social.
Es precisamente el terreno de la moral uno de aquellos espacios que bien merece analizarse. Una moral que, en nuestros días, no es sino otro ejemplo de la más pura conveniencia. Mezquindad contemporánea. Una suerte de antifaz hipócrita que nos permite caer, con todo nuestro peso, sobre la humanidad de un otro que, con su infracción, nos otorga la posibilidad de ocultar nuestras propias miserias. Merced a ello, establecemos juicios y adoptamos posiciones ceremoniales; todo esto conforme a una serie de acontecimientos que rara vez difieren de los que protagonizamos a diario. Pero, obviamente, siempre resulta sencillo hallar, a escasa distancia, a una María Magdalena que, oportuna, nos libere de todo pecado personal.
Quizás lo más triste de todo esto responda a que muchos de los dictámenes de quienes sostenemos ciertas reglas -y violamos otras tantas- nunca apelan a problemáticas que se exhiban relevantes. Por el contrario, siempre encontramos útil y agradable, en muchos de los casos, entablar simulacros de combate en los cuales el botín no sea otro que una pequeña porción de decencia. Pese a ello, ocupar la posición de juez o agraviado es algo que nos enorgullece. Que, lamentablemente, hoy nos distingue como estructura social.
Puestos en situación, respiramos profundo, adoptamos un tono solemne, recto, y establecemos sin titubear los límites de la cordura. Así, el exterior nos bautiza como verdaderos parámetros de lo ideal y, en simultáneo, fuentes de imperturbable excelencia. Pero, vale decirlo, detrás de nuestras túnicas perversas generalmente ocultamos, voraces, los mismos gusanos infectos que anhelamos extinguir. Sin disimulo, recurrimos a la mentira, la traición, la envidia, el robo, la infidelidad y otras bondades, pese a que, consultados, jamás reconoceremos tales desviaciones. Típicos seres modelados por la sagacidad, opinamos sobre la derrota de los valores para luego, una hora después, someternos a un recreo de cybersexo con alguien que bien podría tener la edad de nuestros nietos. ¿Por qué simular lo que luego será otro caso de corrupción? Porque nos agrada nuestra posición erguida frente al púlpito desde el cual, arbitrario, se esculpen los artículos del deber ser. Y, a la par de ello, porque amamos con devoción la estúpida ceguera del auditorio.
Ahora bien, traslademos todo esto a cualquier escenario posible. La geografía en estos casos es lo que menos importa. La similitud se vuelve metamorfosis. Cuando la conveniencia nos beneficia, nos transformamos en verdugos del error ajeno. Caso contrario, nos desnudamos como ejemplares modernos, abiertos a todo nuevo punto de vista. Obviamente, nuestra susceptibilidad representa un canto a Shakespeare: puro teatro. De este modo, consagramos otras de las particularidades que distinguen a la cultura occidental: el no remordimiento.
Meditado esto, fijémonos un ejercicio. Demos un paso, luego otro. Posemos nuestra mirada sobre un autorretrato. La nitidez es intrascendente. Allí veremos, sin forzar la vista, la falta que muchas veces nos identifica. Pero eso ahora no importa: nadie está para verlo. Lo que sí resulta relevante –para nuestros intereses- es el martillo idiota que descansa al alcance de nuestra mano. Miremos lo que colectivamente somos: cultores de la ley que mejor nos beneficia. El hacha que siempre cae sobre una cabeza que nunca es la nuestra. Las plumas negras de un cuervo que, día a día, escapa de su nido con el fin de disimular, en múltiples oportunidades, la triste hipocresía que a veces nos distingue.
Patricio Eleisegui
El_Galo
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