Cuando llovía en Quila Quina y el viento comenzaba a rugir sobre la colina donde estaba la casa rodante, la más baja de la ladera de la montaña del Abanico, Eva y Alberto dormían abrazados.
Los gansos del lugar presentaban un festín para los curiosos. Ellos aunque se les abriera la tranquera para salir querían entrar, y así todo el día, sus graznidos se escuchaban a través de toda la región, provocando risas, a mas de uno.
Era un interesante espectáculo.
Lo mismo para las bandurrias y que estaban en la playa del lago. bastaba un perro para que todas aletearan y salieran volando en dirección a la mitad del lago. Pero las avutardas eran aves que habitaban en la arena, la mayoría del tiempo.
Todo esto se veía, desde la ventanita de la pequeña casita que habían alquilado durante aquella estadía del verano del 2020.
El paisaje era tan conmovedor que hacia lagrimear, al igual que las pasiones desencontradas, las palabras no dichas, las que se elegían guardar, también provocaban llanto.
Las sensibilidades estaban a flor de piel, hechizadas de tanta naturaleza.
Un llanto lastimoso interior, un hondo pesar, arraigado en esas tierras mapuches donde la cultura emitía chillidos desde la herencia arrasada.
La anciana madre vivía en una casita de la colina, donde siempre estaba encendida la chimenea, y miraba siempre por la ventana, para deleitarse con el paisaje.
Lo que vio la sorprendió, pero como era muy anciana no pudo correr y avisar.
La Andariega estallo de repente, por la garrafa que perdía gas.
Las cenizas de los amantes fueron entonces esparcidas a lo largo de la ancestral colina mapuche.
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