Después de finalizadas nuestras vacaciones, llegué a la estancia temprano por la mañana. Tras salir de la ruta cuarenta y uno, tomé el camino de tierra que llevaba a Las chacras, un pequeño poblado rural entre Lobos y Navarro.
Luego de levantar polvo con mi camioneta durante unos quinientos metros, llegué a la tranquera de entrada.
Bajé, y mientras la hacía a un lado, divisé los lotes secos. Debía hacer un buen tiempo que la lluvia no llegaba por aquí.
Cien metros más hasta el casco bajo la sombra, gracias a las casuarinas que plantara mi abuelo a los lados, cincuenta años atrás.
Atravesé la última tranquera, dejé mi vehículo en el galpón y caminé rumbo a la casa.
Penque, el perro de los caseros no vino a saludarme como de costumbre. Lo vi muy interesado con lo que hacía alguien que estaba cerca del alambrado.
Como a unos quince metros de mi posición, un hombre de edad incierta, se encontraba postrado frente a un poste, con sus rodillas sobre la hierba y su cabeza reposando al pie del alambrado.
Parecía decir algo y no supe a quién. Muy cerca de su boca, la entrada de un hormiguero. Uno grande. Decenas de pequeñas hormigas entraban y salían sin mostrar inquietud por el extraño sujeto.
- Buenos días le dije con amabilidad.
Para mi sorpresa, no fue de él de quien recibí una respuesta, sino de una mujer que se encontraba detrás de mí.
- Buenos días, Don Gaspar me dijo la casera con una voz que denotaba cierta aflicción.
- Ahaaa, pero no la había visto le dije mientras le daba un beso en la mejilla.
- Es nuestro hijo, Ismael. ¿Recuerda que le pedimos permiso para traerlo? Tiene algún retraso de maduración. Pero es muy bueno, ¿sabe?
- Ahaaaa, sí, sí, sí. Sí, seguro, ¿cómo no? Ningún problema. Ehee
¿Conversa?
- Sí, hace eso y muchas otras cosas. Pero a su manera. Él tiene sus modos.
- Perfecto, pues. Y ¿dónde anda su marido, que no lo veo?
- Se fue a Navarro, con el tractor y el chatín. Fue a vender los últimos fardos sobrantes. Nos quedan aquí suficientes para pasar el invierno.
- Bueno. ¿Por qué no se prepara unos mates y me sigue contando?
- Seguro, patrón. Venga conmigo. ¿Y cómo le ha ido a usted y su señora? ¿Descansaron bien?
- De maravillas, Eulogia. De maravillas le contesté mientras su hijo seguía conversando con las hormigas.
Luego de pava y media de mate y ricas tortas fritas nos pusimos al día. Eulogia me manifestó la angustia de la gente local por la extensa sequía, y de sus oraciones para que llegara el bendito aguacero.
- Tengamos confianza. La lluvia llegará le dije sonriendo.
- La lluvia está perdida. Pero ellas me dicen que espere otro poco dijo sorpresivamente su hijo.
Irrumpió en la cocina con una familiaridad propia de quien se conoce de toda la vida. Antes de que pudiera saludarlo, agregó:
- Yo espero. Mucho. No tengo problema. Mamá espera poquito. Papá casi no espera nada. No le gusta. Usted tiene cara de que sabe esperar. ¿Espera sentado, o camina un poco? - me dijo con una mirada que no sabría definir.
Había en esos ojos una expresión profunda.
- Pues a veces, sí, camino un poco. No te lo voy a negar le dije mientras su madre me acompañaba a la puerta un poco avergonzada.
- No se inquiete, mujer. Él es muy bienvenido en la estancia. Me voy para Lobos a comprar semillas. Adiós.
La vi relajarse con mi respuesta.
Ya sentado en la cabina de mi Ford, acomodaba el espejo para dar la vuelta cuando Ismael se me apareció nuevamente.
- Yo aprendo mucho con los bichos, ¿sabe, Don? Ellos tienen paciencia. A mí me dijeron que me la van a prestar.
- ¿La paciencia?
- Sí. Porque ya me conocen. Yo se las cuido bien. El caballo pinto me enseñó a mirar lejos, pero que no se note, ¿sabe?
- Mirá qué bueno eso. ¿Y ya te sale bien?
- ¿Qué cosa?
- Si ya mirás bien lejos, digo.
- Pero sí
Le muestro, mire:
Y le hechó una mirada profunda al horizonte, al tiempo que se rascaba un poco la panza.
- ¿Vió que no se nota cuando miro? Porque me rasco. Usted está pensando que por qué me pica, ¿no? Y no se da cuenta de que estoy mirando.
- Jajajajaajjaj, me parece que vamos a ser buenos amigos vos y yo.
Los meses pasaron y ni anuncio de agua. Los cielos se negaban a tanta imploración gauchesca.
La preocupación iba en aumento, y la gente con pocos recursos ya hablaba de vender las tierras.
No era mi caso. Abogado de profesión en Buenos Aires, tenía a la estancia heredada de mis padres, como un modo de descansar de la fiebre citadina. Aunque mi gente, temía perder sus puestos.
Distinto era el caso de Ismael. Relajado y con su estilo fantasioso, solía dejarnos de tanto en tanto pensando en alguna de sus frases.
Una tarde de domingo llegamos con Alicia, mi mujer, al campo. Visita de cortesía, para charlar de todo un poco con los caseros.
Mientras nuestras mujeres se disponían a hablar de plantas y preparar una merienda, Evaristo, esposo de Eulogia, me condujo hasta una mesa que se encontraba debajo de una frondosa parra de uva Chinche. Nos sentamos.
- Estoy angustiado, patrón. Aquí, donde estamos, tenemos sombra. A la vid, ya sabe, no le mella la sequía. Es de raíces muy profundas, como el olivo.
Pero esto es La Pampa. Y con este cielo avaro, no hay esfuerzo que rinda. Todo se seca y no crece. Las pasturas, la soja, el maíz. Hasta los frutales se están estropeando.
Y uno con el Ismael
Pobrecito de Dios. No se da cuenta de nada.
Pude ver como se le hacía un nudo en la garganta. Seguramente temía por su puesto y el futuro de su familia.
Su mujer se acercó a la mesa para dejarnos un equipo de mate y unos churros y se llevó a mi señora para mostrarle las flores por detrás de la casa.
Contemplé la angustia en el rostro de este hombre, todo un representante del sentimiento local.
- Mire, Evaristo: aquí, conmigo, la cosa sigue como siempre. Los quiero trabajando en la estancia.
- Sí patrón, pero usted ya está aguantando mucho. No crea que no me doy cuenta.
Lo miré como quien mira un alma noble. Con agradecimiento .
Ismael se sumó a la charla. Y mientras mordía un churro, miraba a su padre.
- No me hace caso. Le digo que mire a la lluvia, que está allá lejos.
- ¿Y no te hace caso tu Tata?
- No. Es porfiado.
- Sí, la miro, Ismael. Pero no viene. ¿O sí?
- Eso no importa. Vos la querés acá, entonces la mirás. Está allá lejos. Está donde ella quiere. Ella sabe. Siempre sabe. Si viene o no viene es cosa de ella. Vos en eso no te metas. Pero seguís mirando.
- Bueno, hijo. Tal vez tengas razón le contestó su padre mientras giraba para mirar al horizonte - Tal vez, tengas razón.
Parecía entregado. Su angustia se transmutaba en el rostro, dando paso al consejo de quien hasta ese momento nunca le pareció una referencia a seguir.
Volteó su cabeza, pero esta vez para mirarme a mí.
- Uno cree que lo sabe todo, pero siempre se aprende algo, patrón me confió en voz baja mientras me ofrecía otro mate.
De pronto un estruendo lejano se sintió en el horizonte. Preferimos no decir nada esperando la confirmación. Pasaron unos veinte segundos y el trueno fue aún más fuerte. Una gran tormenta se acercaba rápida desde el oeste. Hermosas nubes negras.
El viento, ahora, levantaba el polvo junto con viejas angustias.
Evaristo abrazaba a su hijo con tanta fuerza que casi le quitaba el aire.
La mateada continuó en la cocina de la casa al reparo del aguacero, mientras la lluvia torrencial bendecía los campos.
Ismael miraba a través del cristal. Parecía disfrutar cada gota, con la misma intensidad con la que disfrutara antes el polvo. Me miró sonriente para decirme:
- A mí me gustan mucho los churros. Y la lluvia también.
.
.
Marcelo Arrizabalaga.
Buenos Aires, 31/01/2020.
|