Cuando la avasalladora hembra acomete e ingresa a matacaballos en la habitación del poeta, este tiene la preciosa oportunidad de articular dos o tres palabras, que como perlas desprendidas de algún collar, rodarán por las fúnebres cobijas. Esas palabras, si el agónico cultor del verbo tiene la compañía de un acongojado pero sensible oyente, serán atesoradas en lo que valen y más tarde, mucho más tarde, serán el prólogo de novelas, epígrafes de relatos, discursos, o simples palabras que, sentenciosas, lúcidas y precisas, se adherirán en las sensibilidades de los lectores, oyentes o diletantes.
No sabemos si don Armando Uribe, el señor de aspecto fúnebre que aguardaba semioculto entre el humo de sus prolongadas pitadas, tuvo esa oportunidad. Se fue cuando ya todos habían perdido la esperanza y se desplazaban a su vera imaginando que el señor aquel era en realidad la parca transfigurada. Un hombre enteco y nicotinizado que escribía con la misma compulsión con la que respiraba. No hablaré de su obra, ya por tantos conocida ni de su exilio en Francia, deslegitimando el golpe de Pinochet. Es mejor que me refiera a sus permanentes reclamos por una existencia que se le hacía tediosa, poco heroica en su decadencia y tanto aún más cruel, considerando que su mente registraba aquel deterioro en forma tan lúcida como descarnada. («Cuerpo, te pido por favor / sepárate del alma, o sea muérete / sea un masivo ataque al corazón / o sea lo que sea pero adrede»).
La parca tiene sus excentricidades, qué duda cabe. Se llevó a Pedro Lemebel, a Nicanor Parra y ahora al gran Armando Uribe el mismo 23 de enero. Como si fuese una consigna, la corrección de algún desaguisado o simplemente la casualidad, la gran casualidad que por sí o por no siempre finaliza con un cristiano dentro de una urna, haya éste tenido o no la oportunidad de pronunciar sus últimas palabras.
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