No dijo nada. Lo encontré a la vuelta de la esquina, con su misma impostura de personaje observador, ojos como flechas que rasgan el aire para posarse inquisitivos en el objeto, gesto o mirada de “la víctima”. De allí nacería el juicio cáustico, esa deslenguada franqueza que laceraba epidermis y acojinaba el alma de los más sensibles. No podría decir que me molestó el encontrarme tan a boca de jarro con él. Y esto es algo casi inexplicable si considero que siempre fui su víctima propiciatoria, trasegando sus insidias y con mi alma en llamas encendidas por su palabrería hiriente. Pero no, la rabia no me poseyó y ese incendio interior, sofocado por los años, no dejó huellas visibles. ¿Sería que su aparición sólo me invocaba épocas lejanas, recuerdos atizados precisamente por quien menos podría alentarlos? ¿Era él un mensajero de días pretéritos, una ventana en la que yo podía visualizar jornadas más luminosas y en donde cada hálito, cada aroma nos invocaba promesas y misterios inconmensurables? A pesar de él, tránsfuga de épocas de tan distintos sabores, rememoré, atisbando en la oscuridad siniestra de sus pupilas, los palpitantes días, los paradigmas hoy pulverizados, los romances, los sueños, prismas del ayer.
Le tendí mi mano y el aproximó la suya, otrora garra de rapiña, hoy devenida en piel y huesos. Le sonreí, por mis recuerdos y él sólo pudo dibujar una triste mueca en el lienzo irresoluto de su rostro. Intuí su incomodidad. Nos despedimos sin decir palabra, yo sonriente por esa ráfaga imprevista de imágenes alentadas por su aparición. Él, algo encorvado, tratando de encender algún cirio en su alma gélida o qué se yo, tratando de encontrar alguna palabra digna para rubricar este momento. Pero no. Nada dijo, acaso sólo el espectro de alguna injuria que se le quedó detenida por larguísimos años entre sus dientes. Pero, al alejarse, pareció encorvarse aún más y lo imaginé cual triste pájaro en pos de su recóndito nido.
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