El hombre recoge sus cerezas del árbol con su escalerita que tapa toda su anatomía, es bajito, morrudo, lleva gafas de sol, el calor es insoportable, el bosque es impenetrable. El cerro se llama “El Abanico” y está en lo alto de San Martin de los Andes.

El marco es un paraíso terrenal. El agua es verde esmeralda y las avutarras y las bandurrias, se hacen un festín con los visitantes. La gente se colorea en la playa, se humedece cada dos minutos, es que el calor agobia. Todos con sus sombreritos con plumas. Y varias idiosincrasias a la vista. Estoy sentada en el restaurante elevado con un marco imponente que me deja sin respiración, y preguntándome que hago en un lugar tan paradisíaco no sentada a orillas del agua como todos, con sus sombrillas multicolores.
Los botes y las barcazas navegan y el Mari Mari trae visitantes a este lugar arriba de 800 metros sobre el nivel del mar. Es un baluarte mapuche.

Paseo discretamente, subo y bajo las colinas todo el día,
De tan agreste este lugar el baño tiene tablas por las cuales hay rendijas por donde se cuelan las miradas curiosas de los que están al otro lado. El calefón es eléctrico, y tarda en calentarse el agua.
Igual el agua sale a temperatura correcta de la ducha, templada.
Aldina me mira lavarme el pelo en un recipiente, en cuclillas, me acerca una silla, y susurra “así es más cómodo”.
Y después con voz picara, me dice de nuevo” y no te vas a duchar”.
El Mari Mari esta estacionado en el muelle, esperando a los pasajeros. El capitán ahora está sentado frente a mí y me mira cómplice. Nos miramos cansados de tanto disfrute telúrico.
Despues me acerco a la colina de cerezos maduros, y advierto que el árbol canta, y murmura cada vez que yo paso.

Me retiro, el cosechador de cerezas quiere mi aprobación y mi mirada.
El balde ha quedado lleno del fruto rojo, y me convida, uno, que como con fruición y con verdadera avidez. Soy feliz.