El círculo le mostró el rostro juvenil de la chica. Admiró los destellos increíbles que despedían sus ojos azules. Enfocó la distensión de su piel para dibujar una provocadora sonrisa. Imaginó, sin desvirtuar su objetivo, aquellas maravillosas flores que engalanan bosques inexplorados, retratos intocados a merced de lo silvestre, líneas que se recortan con precisión sobre un fondo ensombrecido, poemas que se cimbran al compás de los soplos furtivos del viento. Entrecerró sus ojos ante la evocación y ese instante se resolvió pleno. Pero, esos ojos embebidos de tonalidades celestiales o bien siendo la misma inmensidad del éter concentrada en esas pupilas, lograron que todo su universo no fuese más que ese círculo y esa piel nacarada y toda la salvaje impunidad de esa belleza.
Acariciaba ese prodigio hecho piel constreñido en el círculo, labios en los que parecían cimbrarse las palabras antes de acudir a acariciar los oídos de los afortunados. Diosa devenida de algún olimpo que encandilaba en el espacio oblicuo de las miradas, ensombrecíanse los infelices detrás de los pórticos, la luz podría devolverles el estigma de sus propias miradas y no tolerarían ese relumbre sin acabar reptando su propia infelicidad. Pero ella, no suponiendo siquiera que en los harapos del alma de muchos, o acaso de todos, se devoraba a sí mismo el germen de la traición, sonreía y plagaba de orquídeas la acera servil.
Se contorneó de luces su rostro, que impreso en las pupilas del hombre, se desvaneció por la súbita acometida de las lágrimas, emoción que cobijaba la delectación y la culpa plena. Estaba arrellanado en la distancia sombría de un balcón, aceradas sus extremidades en perpetua disonancia con los latidos yertos de su corazón.
El círculo enfocó una vez más el embriagador océano de sus pupilas, su cabello dibujando caracolas, esos labios benditos. Y antes que los músculos del brazo del hombre se crisparan y mucho antes que los espectros de alguna recriminación impidieran lo que ya estaba dictado, pulsó el gatillo…y disparó.
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