Difuso se aparece en mi memoria aquel rectangulito que ni siquiera alcancé a tocar. Mi abuela me lo mostró con una sonrisa en la que se dibujaba un licuado orgullo y una pizca edulcorada de admiración, pero no lo expuso a mis dedos curiosos y sólo pude sentir cruzar el breve relampagueo de tal objeto en mis prístinas pupilas. En aquellos años, no se imaginaba uno que más temprano que tarde seríamos invadidos por la exorbitante intromisión de imágenes de hombres excesivamente sonrientes, mujeres distendiendo sus labios, niños ensayando precocidades con un ingrediente malévolo en sus miradas. Pero ese rectangulito algo descolorido, una especie de escapulario en el que jugaba más la imaginación que el convencimiento, una figura borrosa y tras suyo la imponente mole de la Torre Eiffel. Pudo ser cualquier persona, acaso una estampita recortada al azar de algún semanario. Mas, ese rectangulito, o escapulario o la magia misma de lo desconocido en las manos de mi abuela, era nada menos que una fotografía que le había enviado el bueno del tío Sergio desde París, como pudo ser de Brandeburgo, Atenas, El Cairo o cualquiera otra ciudad que me hiciera recordar esos mapas plagados de nombres de países lejanos y misteriosos.
La vida de ese tío está envuelta en una nebulosa. Vivió solo la mayor parte de su adultez, alejado de la familia, ejerciendo su profesión de abogado en su estilo austero, quitado de bulla, como se decía, contraviniendo, por supuesto, el verdadero espíritu de su labor. Pero este carácter silencioso le permitía desligarse de las ociosas ataduras familiares y emprendía el vuelo a rumbos lejanos, palpitando en su intimidad y en su paladar sabores, aromas y pieles distintas.
Como todo niño, aun siendo aquel un trozo opaco y poco definido, esa minúscula imagen abrió anchas puertas a mi imaginación, más allá de los cuatro costados en que se confinó mi niñez y soñé con ese personaje difuso que trascendía al tiempo y la distancia para contemplarnos, o contemplar a mi abuela, que era la depositaria, con una mirada inexistente y sin embargo plena de arrogancia, ya domeñados los miedos ancestrales de todo ser humano y de espaldas al monstruo de hierro que se cernía desafiante como el símbolo de lo inalcanzable. Ajeno a lo ordinario, aquel tío ya jamás fue mirado por mis ojos como un ser común. Y esa aura, que sólo su muerte pudo desmitificar, relumbra en mi alma, como aquel día, en aquel rectangulito de papel que en manos de mi abuela, fue también la postal y la ventanita a un mundo conquistado por ese tío.
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