Salimos de casa apurados y mirándonos con la angustia de que donde llegáramos podía pasar algo. Lo peor, nos dijimos con los ojos y las manos tomadas, apretadas sabiendo que podría ser la última vez frente a frente.
Preparados y silenciosos caminamos a tomar la micro que nos llevara al centro, esperando a conocidos para no sentirnos solos. La gente realmente ya no estaba sola, pero nosotros siempre dependimos de caras familiares para estar seguros. No dijimos ninguna palabra en el trayecto, parecíamos estar mentalizados a lo que íbamos. Concentrados en las calles por donde correríamos, planificando las bifurcaciones, cada aceleración en las esquinas, cada decibel de nuestros gritos. Parecía una fiesta, pero no fue entretenida.

Dimos los primeros pasos, cantamos, aplaudimos y rompimos las cucharas de palo golpeando sartenes y ollas. Pero nos adelantamos mucho. La gente estaba pacífica, llegamos hasta las rejas que nos quitaban el paso hacia el edificio del Congreso. Valparaíso estaba despejado y mirábamos a poco más de una cuadra como la gente se iba acumulando.

Hasta que estalló todo y se desbordaron los tiranos.
La fuerza de la represión parecía un monstruo en forma de gas fantasmal que abrazaba y generaba terror en las personas. Corrimos, huimos, nos distanciamos. El miedo nos invadió y tuvimos que volver a casa con rabia y asco. Tosíamos, llorábamos, pero el agua con bicarbonato se convirtió en el mejor aliado. Otra micro nos devolvió sanos y salvos despueés de un rato.

Por la noche Gustavo Gatica salía en las noticias perdiendo sus globos oculares y nosotros nos abrazábamos con la pena de la tragedia sabiendo que además ahora tener la vista buena era un privilegio y nosotros podíamos seguir mirándonos en el amor que nos tenemos.