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Cuando habla mi abuela se abre una grieta en el tiempo y a través de sus ojos me invita a viajar. Nos subimos a los árboles de su infancia y nos vamos al paraíso. Después, si no hace mucho frio y no es día de clases nos bañamos en el canal, si no, nos vamos a la escuela 105 a estudiar. Allí, una maestra un poco chiflada se para en un banco y como si dirigiera una orquesta nos enseña las tablas. Cuando suena la campana la vieja se baja del banco, saluda apurada y sale corriendo como un cohete, no sé qué le pasa ni cuál será su apuro pero nosotros, como un puñado de locos, salimos corriendo detrás. Será que no le gusta ir a la letrina de la escuela y se aguanta todo el rato. ¡Que fea esa letrina! “¡Apunten bien!” Nos gritan, ¡Pero como cuesta!

Después de la escuela volvemos para la chacra y jugamos con los tíos, los hermanos de mi abuela. A la tía Ana le encanta leer y a la tía Ida actuar. La Elena y la Ester cocinan o charlan en la pieza. Los varones y mi abuela son más salvajes y siempre juegan a lo bruto. Mira si serán brutos que una vez el tío Pancho se golpeó con la tranquera y quedo viendo doble. ¡Pobre Pancho! Siempre le pasaba algo y encima lo cargaban. Ese día, después del episodio, uno que andaba por ahí cocinó un huevo frito y le preguntó - ¿Pancho, cuántos huevos ves? – Dos – Dijo Pancho. – Ah entonces vos comete el otro - y lo dejó sin nada. ¡Pobre Pacho! Igual cuando llegó mi bisabuelo lo llevó a que lo viera el médico y al final se curó.

El otro hermano varón de mi abuela era el tío “Ovaldo”, que en realidad se llamaba “Euvaldo” porque así lo habían anotado los tanos en el registro, aunque la idea era ponerle “Osvaldo” y al final de cuentas toda la vida se le terminó diciendo “Ovaldo” ¡Complicado!

Un día Ovaldo jugando con un mata gatos no sabemos bien qué pasó, si la bala salió para atrás o si la cargó el diablo, pero después de un estruendo apareció Pancho, que tenía dos añitos nomás y le dijo “Tito, Tito me pegaste acá” y se señaló el pecho. ¡Pobre Pancho! Otra vez mi bisabuelo tuvo que llevarlo al médico, esta vez tuvo que ir hasta Buenos Aires porque en el pueblo nadie sabía qué hacer. Y al final tampoco supieron qué hacer allá los porteños. La bala estaba tan cerca del corazón que nadie se animó a operarlo y tuvo que vivir toda la vida con la bala alojada ahí. Ese corazón fue gigante desde el primer día. ¡Una leyenda el Pancho!

En uno de los viajes íbamos en el Ford T de mi bisabuelo con mi tío Ovaldo y a mitad de camino pisamos algo con el auto. Mi tío se asustó y le preguntó a su padre “¿Papi qué fue ese golpe?” y mi bisabuelo le dijo “¡Ma… Me paré un Cristiá´!“ ¡Y siguió manejando como si nada! Siempre nos quedó la duda de si había pisado un bicho, un tronco o un cristiano enserio. Queremos pensar que no fue más que una broma ocurrente.


¡Que linda época! En el recién naciente pueblo de Villa Regina se vivía en comunión, esa es la palabra. Quizás los lazos eran tan fuertes porque la gente compartía sus raíces, su identidad. La mayoría eran italianos o hijos de éstos. Algunos habían sido vecinos también en su tierra natal. Había venido gente de todas las regiones de Italia y terminaron instalándose a lo largo de todo el valle de Rio Negro. Mi bisabuelo, César Sgalla, venía de Le Marche. En realidad había tanos por casi todo el país por aquel entonces, no sólo allí. No por nada se ha dicho más de una vez que los argentinos somos italianos que hablamos castellano.

Más o menos así pasaban los días en la chacra, o por lo menos así se los vive a través de los ojos de mi abuela. Si mi bisabuelo no estaba, la tía Ida se disfrazaba de varón y se ponía a cortar leña con el hacha para que, al menos desde lejos, pareciera que mis tíos no estaban solitos.

A veces se armaba baile en la casa de algún vecino. Había una que cada vez que la sacaban a bailar preguntaba “¿Qué es?, ¿Tango?” ¡Pero que oído que tenía! “¡Privilegiado!” dice mi abuela.

Cuando mi bisabuelo se compró la radio se juntaban a escucharla todos los vecinos, era la primera del pueblo. Un viejo se aparecía con una palangana y metía las patas. ¡Que espectáculo! A veces también venía otro que se autoproclamaba inventor y que se había construido una bicicleta, pero todavía le faltaba inventarse unos frenos. ¡Había que tener un cuidado bárbaro cuando aparecía! Había cada personaje en Regina.
“El loco metralleta” era otro. Le decían así porque iba por la calle tirándose al suelo y disparando balas imaginarias a la gente que pasaba. Pobre, un loco de la guerra más.

Y la vecina de mi bisabuela, de allá de Torquinst… Pobre… “Ma… Andò al cimitero e non tornò più” decía. Se había quedado viuda y todavía estaba esperando que el marido volviera del cementerio, nunca se enteró que era un paseíto de ida el que había ido a dar su esposo. Y bueno, por lo menos le quedaba la esperanza.

Un día la Tía Ana nos bajó del árbol y le dijo a mi abuela “Vas a ir a estudiar a Bahía Blanca” y mi abuela se puso a llorar. “Yo me quiero quedar acá jugando al paraíso entre los árboles” decía, pero la tía Ana la mandó a estudiar igual. ¡Cómo la odió mi abuela! Cuando llegó al colegio María Auxiliadora estaba tan triste y enojada que ni siquiera comía. Las monjas que dirigían el internado se comunicaban con mi tía para avisarle que mi abuela no estaba comiendo nada y que no podía adaptarse, pero firme ella insistía en que se quedara a estudiar ahí. Pobre mi abuela, parecía un pajarito encerrado. Extrañaba tanto la chacra y el canal.

Poco a poco, y asumiendo ya que nadie iría en su rescate, comenzó a comer y al fin empezó a acomodarse. Aprendió la religión y la poesía. Leía tan bien la abuela. Emocionaba a todos, y lo sigue haciendo. “¡Este año estamos salvados, la tenemos a Delia!” decían las maestras de los cursos que le iban tocando.

Al final se adaptó perfectamente al colegio y terminó adorándolo. Era la capitana del equipo de baloncesto, era la oradora oficial en los actos y manejaba las horas de clase. La apodaron “La timbrera” porque se encargada de tocar el timbre que anunciaba los cambios de hora.

Aunque extrañaba sus días en el paraíso y hasta llegó a odiar a su hermana por haberla obligado a ir a estudiar tan lejos terminó entendiendo que eso que la tía Ana había hecho no había sido más que un acto de profundo amor por ella y hoy está enteramente agradecida. Fue Ana quién juntó el dinero para pagar el internado, fue Ana quién insistió y puso la fuerza y la firmeza que a mi abuela le faltaban para no bajar los brazos y gracias a ella mi abuela había podido estudiar y pudo ser lo que es hoy. La Ana tiene 94 y la abuela 87 ya, pero cuando viajas a través de sus ojos, aún podes ver a las niñas que se bañaban en el canal.

Texto agregado el 02-01-2020, y leído por 114 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
02-01-2020 Cuanta añoranza cabe en tu relato. Muy tierno y bello. Un abrazo sheisan
02-01-2020 Me encantó esa historia!!! La pude "vivir" en parte, gracias. Que tengas un muy buen año. MujerDiosa
02-01-2020 Muy lindo relato!!! Vaya_vaya_las_palabras
 
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