Nos vamos con mi familia de viaje a Brasil y la verdad que me chupa un huevo; en realidad no quiero ser despectivo o un ingrato. Pero no estoy averiguando excursiones, cuánto sale una caipiriña, mirando fotos. Eso quiero decir, en otra época estaría ansioso y excitado, posiblemente me hubiera comprado revistas, algún libro guía con mapas e imágenes, en estos momentos no. ¿Te vas a veranear a Brasil? Me encojo de hombros y contesto sí… A esta altura de mi vida lo que me gusta es llegar a la noche, cuando los chicos se acuestan, ponerme a leer un libro a la luz del velador. Ese es EL momento del día. El otro día fuimos a cumpleaños de 15 de una sobrina y yo mirando alrededor le dije a mi esposa Cecilia al oído:
No invitó viejos, Ceci.
Los viejos somos nosotros, Santi.
Estoy en esa edad, viví el mundial de Argentina 78 y no tengo recuerdos, recuerdo la guerra de Malvinas y siento crispación, pude festejar a Maradona y sus goles en México 86. Soy de la generación que supo creer que Argentina siempre iba a llegar a la final del mundial de fútbol. Muchos me dicen ehhhhhh sos re joven todavía. Que no hablen al pedo, corro el colectivo y estoy torpe y lento y esto que antes podía hacer con facilidad ahora me deja al borde de un infarto. Me encuentro releyendo más cuentos viejos que nuevos, como si ya fueran mi grupo de amigos de toda la vida. Hablando de amigos ya puedo contar con los dedos de una mano entera aquellos a quienes la muerte arrebató. Déjense de joder, ya no estoy joven. El tren se me pasó para varias cosas.
Ahora estoy acá, en la casa quinta de mi cuñado, vamos a viajar a Brasil con la familia de Ceci, todo un batallón. Es un día hermoso. El sol, algunas nubes blancas, mariposas, vaquitas de San Antonio, hijos y sobrinos chapoteando en la pileta. Los adultos están sentados a la mesa, hacen circular mate y cerveza fresca y hablan del viaje. Las rabas son muy caras en la playa. La comida es cara en la playa. ¡Si yo voy a Brasil no pienso cocinar!, enfatiza mi cuñada. Hay que ir caminando hasta las rocas de los cangrejos, dice alguien. Hay que subirse a la banana que te lleva mar adentro, dice mi cuñado. Están felices e ilusionados.
Yo estoy a un costado, en un sillón, con un libro de Raymond Carver en la mano. Leo un cuento que se llama Caballos en la niebla, de hecho, esta tarde, ya lo leí una vez, estoy volviendo a leerlo. De reojo los miro y sé que están viviendo un gran momento. Me observo las puntas de mis zapatillas ¿Qué me ha pasado? ¿No debería yo también estar eufórico por el viaje? De hecho nunca fui a Brasil. Y ahora voy a ir con mis hijos, con Cecilia, dicen que es hermoso, arena blanca, agua transparente, olas, noches estrelladas, música, frutas, helados.
Yo me siento en otra, quiero estar a salvo, al borde del camino, contemplando la vida, al resguardo de las bombas y las balas. De repente ya no estoy ahí en la casa quinta. Estoy leyendo pero mis ojos pasan sobre las palabras sin entrar en ellas. Me voy. Reclino el sillón. Tiro la cabeza hacia atrás, cierro los ojos. Un caleidoscopio de recuerdos me atrapa.
A Alfredito casi le habían reventado un ojo de un gomerazo. Estábamos boludeando con gomeras y alguien se zarpó, tiró un piedrazo y le dio en el pómulo.. Alfredito lloraba como un perro. Algunos vecinos salieron a la calle. De pedo no le reventó el ojo, decían. Era una tarde de verano. Verano gris de barrio en la ciudad. Sol agrietando el asfalto, calor húmedo, moscas. Yo me estaba cagando. Miguel, ¿puedo ir al baño de tu casa? Me estoy cagando, le dije. Andá, andá. Corrí, corrí, abrí la reja, atravesé el pasillo, como quien embiste algo abrí la puerta del baño y ahí estaba la madre de Miguel desnuda. Ohhh, dijo, alcanzó a cubrirse con las manos. Fue un instante. Las curvas, los rincones de su cuerpo, el color de la piel. La madre de Miguel siempre me secuestraba la mirada, como si una fuerza imparable me hiciera mirarla cada vez que nos cruzábamos. Verla desnuda, los pechos, las caderas; casi me derrito. Cerré la puerta, se me fueron las ganas de cagar, un filo de monstruoso placer se me clavaba en la garganta. Eso recuerdo. Me dicen que no estoy viejo. El sexo para mí ya no es una marea desbordante, se parece más a una tarde a la sombra de un árbol. No faltaría al trabajo, no sería infiel, no suspendería un asado con mis amigos por un poco de sexo. Toda la familia está sentada a la mesa, parlotean sobre el viaje a Brasil, de fondo el “splash””splash” de los chicos tirándose a la pileta. Me gustaría levantarme, pedir silencio, preguntarles a todos ¿Todavía sueñan con muchas cosas? Los envidio. Están llenos de vértigo, ansían tomarse toda la cerveza de Brasil, bailar capoeira. Yo, a un costado, en el sillón, con las piernas cruzadas, me aferro al libro de Carver que tengo en las manos.
El segundo recuerdo es una cosa que siempre me contaba mi padre. Era como el gran logro de su vida. Siempre había sido un torpe y rústico marcador de punta pero una tarde faltaba un nueve en el equipo y lo pusieron a él. Las casualidades, la magia, el poder de Dios, el orden del universo conspiró para que en tres oportunidades la pelota le quedara regalada frente al arco; las tres veces la mandó al fondo de la red. Yo estaba en el club ese día. Mi padre jugaba con una camiseta verde. El mundo podría haber hablado de los tres goles de mi padre pero todos los murmullos y los comentarios se los llevó un viejo que después de haber cantado ¡falta envido, 33 de mano! Se murió de un infarto y de la emoción. Fue todo un revuelo. Eso sucedió en las mesas junto a los parrilleros. Entró una ambulancia. Al viejo muerto no lo pude ver. A mi edad se nota la edad, uno entra a una cancha de fútbol y tu cerebro quiere hacer cosas que tu cuerpo ya no puede. En otra ocasión hubieras hecho un pique corto y definido a un costado del arquero. Ahora corres lentamente, tibio, y apenas si le das un torpe puntín a la pelota que va afuera o a las manos del arquero. Toda una sarta de viejos optimistas me dicen sos joven, sos joven todavía ,que se dejen de hablar al pedo. Eso que se llama juventud, la flor de la juventud ya está lejos de mí.
El tercer recuerdo es en una plaza de Purmamarca, un pequeño pueblo de la quebrada de Humahuaca. Todavía los porteños y los europeos no habían llenado el lugar de hoteles y resturantes. Purmamarca era un lugar sacado del mapa. Salpicado sobre el valle del Cerro de los Sietecolores. Un lugar quedado en el tiempo. Se respiraba olor puro. Yo tenía esa edad donde todavía uno no sabe cómo “se hacen los bebes” pero era suficientemente inteligente para conocer los movimientos de peones, alfiles, caballos, torres, y reyes y reinas. Esa tarde estábamos con mi viejo jugando al ajedrez en un banco de la plaza. En un momento fuimos interrumpidos por un alboroto, una chata, y comentarios. Habían encontrado un cuerpo momificado entre las montañas. Con mi papá nos acercamos a ver pero nada. Había demasiada gente curioseando. Volvimos a la partida de ajedrez, él iba ganando, parecía tener todo controlado, pero en un momento se desinfló, un jugada, otra jugada, y me di cuenta que me estaba dejando ganar. Le gané. Pero no festejé. Nos estrechamos las manos y después me senté en un banco y me puse a observar cómo todo se había opacado, el cielo, los cerros, los árboles, las casitas, las calles, todo tenía el color opaco de una tristeza infinita. Quise volver a jugar con mi padre, que ganara él, pero el destino ya estaba instalado. Un rato más tarde salimos a la ruta y andábamos por un camino solitario rodeado de un mundo montañoso y vasto y de repente, no me había dado cuenta antes, una tormenta como un guante cubría la mitad del cielo, la mitad del mundo, era como una coraza gris, truenos y relámpagos en el horizonte. Con nuestro auto avanzábamos hacia la tormenta. No tuve miedo. Mi papá sabía qué hacer. Mi papá no va a Brasil. Está bien. Él creo que se va a Jujuy, el lugar que ama, viejos amigos, muchos recuerdos. Los viejos nos alimentamos de recuerdos ¡Vos no sos viejo! ¿Soy viejo? Desde hace unos meses me encanta mirar fotos, acordarme de anécdotas, antes soñaba con pegar la vuelta al mundo a dedo, ahora me conformo con llegar a fin de mes, mi gran aventura es mirar alguna serie de acción en Netflix, que no estoy viejo. Puf. ¿Lo estoy? ¿Realmente lo estoy?. Pero tal vez no sea eso, escribo para entender, para destejer las preguntas de mi espíritu, y ahora que llego a esta parte del relato, me atrevo a dar el brazo a torcer, tal vez no estoy tan viejo, es verdad, tal vez no, un poco viejo, tal vez no sea eso, no sea la edad, tal vez tengo más años de los que tengo, eso puede ser. Debería decir que estuve muy enfermo. Cuarenta días internado en un psiquiátrico. Mientras convalecía en ese lugar lleno de derrotados, de alienados, de desamparados, tuve una alucinación; una mujer muy blanca de labios rojos con una cabellera de fuego que desprendía mariposas negras me llamaba hacía la entrada de un laberinto. No sé si alguna vez salí de ahí dentro.
Mi esposa, mis cuñados, familiares están sentados, llenos de algarabía, ríen, celebran, hablan del viaje a Brasil. Se muestran fotos, playas soleadas, olas en el mar, caracoles, rabas, licuados, cervezas de todos los gustos y colores. Me llaman.
Hey, Santi, venite, acércate.
Me pongo de pie. Camino unos pasos hacia la mesa donde están todos reunidos. Hay vasos, latitas, galletitas, salame, queso, pan, migas.
Santi ¡Necesitamos chofer! Es largo el viaje ¿Vas a manejar?
Miro hacia la pileta. Mi hijo está parado en el borde. Puedo reconocerme en algunos de sus rasgos, en la forma de pararse, los pies. Algo arde en mí.
Sí, ¡Voy a manejar! ¡Voy a buscar recuerdos!, grito.
Me miran con alegría y con caras de no entender bien. Corro, el cielo está abierto, celeste y con algunas nubes, el sol a pleno, me zambullo en el agua de la pile. Está fría, no importa, hace mucho calor.
|