Pensaba que sería recibido con hostilidad, pero no fue así. Creía que los forasteros por allí no serían bien acogidos, pero me equivoqué. Dónde estará la trampa- me preguntaba. Llegué a la conclusión de que lo mío con aquel lugar era un idilio y me propuse volver a la primera ocasión que encontrara.
Cuando volvía al aparcamiento, me entretuve con unos chicos que jugaban al fútbol- confirmando todavía más si cabía la primera impresión. Volveré- me dije.
Hubiera jurado que había dejado el coche allí, pero no estaba; lo que me puso, lógicamente, un tanto confuso.
- Era un megane azul- me gritaron los niños.
Contesté afirmativamente.
- Pues se lo acaba de llevar la grúa- concluyeron.
Mientras pedía un taxi, sólo se me ocurría mascullar: Jerusalenes modernos. Seguí con mi autoplática durante el camino. El taxista empezó a reír. Primero despacio. Un poco más tarde a carcajadas. Le vi entonces cierta pinta de Judas bíblico, con aquella barba puntiaguda y una nariz aguileña de aspecto rapaz. O, por lo menos así, nos lo había planteado el maestro Salcillo en un museo que había ad hoc por tales lares precisamente. Estaba hablando de la ciudad del muro. De Murcia del Carmen- como venía en un cartel de la estación de trenes.
La caza del amor es de altanería- me dije también a mí mismo. Había dejado el coche mal aparcado por cuestión de centímetros. Me habían cazado con reclamo de perdiz- traté de encajar metafóricamente aquellos hechos. Lo que es el paso del tiempo- seguía discurriendo para mí mismo-, pero que en el fondo es una adaptación, una repetición de cánones- concluía.
Conoces una chica, acudes a una cita y te sorprende que todo esté tan en orden, que gire como una rueda bien engrasada. Mas no te libras. Al final llega tu calvario. En forma de lo que sea. En tiempos, adosándote con clavos a un madero. Ahora con multas de tráfico.
Pero lo que más me repateó de aquel asunto, fue la prédica del taxista cuando me despedía.
- Que es broma muchacho, que todo es broma muchacho. |