Santiago encontró un libro en la parada del colectivo. Era un ejemplar muy viejo, con páginas amarillentas y corroídas de “El beso de la mujer araña” de Manuel Puig. Miró para todos lados, a lo mejor alguien lo reclamaba, pero no, la parada solitaria del 141, unos pájaros volando sobre la vereda, la pelusa de los plátanos, no había nadie. Sonrió. Hizo pasar las hojas. Había leído ese libro mucho tiempo atrás, cuando su vida era otra cosa, cuando todavía alguien lo esperaba en la casa a la vuelta del trabajo. Con ayuda del pulgar hizo correr todas las hojas. Tenían olor a humedad.
Llegó el colectivo y saludó al chofer, nunca hacía eso, pero en ese momento, con el libro en la mano, tuvo ganas de saludarlo. Marcó el pasaje con la tarjeta y se sentó. Llevaba el libro en las manos como si fuera un pequeño conejo. Lo hojeaba, leía trozos de la novela al azar. Cuando llegó a su casa, el ambiente en penumbras, el silencio, el desorden, una tristeza le pegó por la cabeza. Fue hasta la cocina, tomó la pava y puso a calentar agua para el mate. Corrió las cortinas para que entrara luz natural, encendió el televisor y lo puso mudo en el canal de fútbol. Se quitó el saco, la corbata, se abrió los botones de la camisa para dejar su pecho al aire y se despatarró en una silla. Había dejado el libro sobre la mesa. Lo observó. Le pareció maravilloso, la tapa negra con una tela de araña, las letras blancas del título, las hojas amarronadas. Agradeció. Ya no creía en Dios, pero agradeció habérselo encontrado. Hasta tuvo ganas de ofrecer una oración. Lo hizo. En realidad no sabía si creía en Dios, pero sí había dejado de pensar en él hacía muchos años. Sin embargo cada tanto, cuando estaba desesperado, rezaba un padre nuestro y eso lo aliviaba.
Cuando sacó la pava del fuego se dio cuenta de que se sentía menos solo. El libro irradiaba una presencia amable. Se sirvió un mate y le dio unos sorbos. Acercó el libro hacía sí con un gesto parecido al de alguien que arrastra arena para su lado. Acarició su tapa. Volvió a hojearlo. Se sirvió otro mate. Leyó algunos fragmentos.
La noche encontró a Santiago comiendo un arroz mezclado con atún bajo el tibio resplandor de una vela, se había cortado la energía eléctrica. Después llevó la vela hasta la mesa de luz, se quitó la ropa, sopló la vela y se acostó abrazando la almohada. De pronto se sintió muy lejos, como si él fuera alguien dentro de su cuerpo, pero alguien muy diminuto, y débil y muy adentro, en lo profundo del alma. La habitación parecía enorme, el silencio y la oscuridad como un puño. De repente recordó el libro. Saltó de la cama. Caminó a tientas, guiándose por las sombras y la memoria hasta la mesa. Volvió con el libro apoyado con ambos brazos en el pecho, como si fuera un talismán o una biblia, y así se durmió.
A eso de las tres de la mañana volvió la energía eléctrica. Arrancó la heladera y se prendieron varias luces de la casa; la de la cocina, la del antebaño, el velador en la mesita de luz. Santiago despertó asustado. Le tomó unos segundos darse cuenta lo que había sucedido. Se sentó en la cama y se restregó los ojos, miró la hora en su reloj pulsera, y fue entonces que casi sin querer vio el libro, al costado de él, sobre el colchón, abierto y con algunas páginas dobladas. Se había dormido sobre el libro. Se recostó de lado y lo agarró. Lo cerró, volvió a abrazarlo, apagó el velador, y cerró también los ojos. Fue en ese momento que una imagen se le vino a la mente, un número, escrito con tinta roja, en una de las páginas del libro, en un margen. De un manotazo encendió el velador. Un vértigo, una sensación de alegría inusitada, abrió el libro y empezó a buscar atolondradamente como quien busca un pasaje en un libro sagrado. Buscó y buscó pero no encontró nada. Cerró el libro y de repente volvió a sentirse muy pequeño en esa noche inmensa. Apagó el velador y volvió a cerrar los ojos y otra vez la imagen del número en tinta roja lo sacudió como en una descarga. Se sentó en la cama, encendió el velador, y abrió el libro y ahora se dedicó metódicamente a buscar el número, página por página empezando desde el principio. Se detuvo a leer la descripción de un tobillo. Después siguió buscando, página ciento veintitrés, ahí estaba el número, en el margen, escrito como si hubiera sido escrito de costado, con cierto esfuerzo. Era un número de teléfono, pero viejo, todavía no tenía el cuatro adelante como los números tenían desde hacía veinte años. Después dudó, tal vez no era un número de teléfono. A lo mejor era otra cosa, que se yo, una cuenta bancaria, el número de una casilla postal, o una patente de auto, o el número de un prisionero de Austwich, cuando se dio cuenta de que estaba pensando pelotudeces, es un número de teléfono, aseveró y sonrió como si una carta de alguien querido y lejano hubiera llegado a su puerta.
Supo que iba a llamar a ese número, le agregaría el número cuatro de uso actual y llamaría. El número empezaba con veintiuno, así que supuso sería de alguien del centro, no, de alguien no, de una mujer, sería el número de una mujer que en ese momento dormiría plácida en algún departamento del centro, en realidad no, tampoco era así, ella no dormiría plácida, ella dormiría inquieta por el silencio del departamento apenas quebrado por los ruidos de los colectivos y los autos pasando por la calle. Ella también, en ese momento, se sentiría diminuta dentro de su cuerpo, ella también extrañaría a alguien, ella también estaría arrepintiéndose de muchas decisiones que había tomado en la vida, ella también estaría arrepentida, y cuando todo se tornaba oscuro, ella también rezaría un padrenuestro a pesar de haber perdido la fe.
Santiago fue hasta la cocina, agarró el teléfono inalámbrico, se sentó en una silla y sintió ansiedad, como si fuera a abrir el cajón de la ropa interior de una mujer deseada. Marcó el número de teléfono, un instante de silencio que pareció infinito, y el tono del llamado comenzó a sonar. Supo que contestaría una mujer. Una mujer contestó.
- Hola… - dijo ella con voz entredormida.
- Hola…
Hubo un silencio.
-Hola… ¿Quién es? – insistió ella.
- Hola… mi nombre es Santiago… trabajo en una empresa de comunicaciones y
vendo teléfonos celulares.
- No, gracias… ¿Qué hora es? No quiero comprar teléfonos celulares.
- No, no, disculpá, es que me quise presentar, no estoy vendiendo nada, sólo
llamaba… encontré un libro en la calle…
- ¿Qué quiere entonces?
- Hablar.
Hubo otro silencio y después se cortó la llamada.
Él volvió a teclear apresuradamente el número.
Ella atendió.
-¿Qué pasa? – preguntó la mujer.
- Nada… es que encontré este número escrito en un libro.
-¿Y qué querés que le haga?
- Pensé que significaba algo.
- No sé. ¿Quién pudo haber escrito mi número en un libro? ¿Qué libro?
- El beso de la mujer araña.
- No lo leí.
- Parece como si hubiera sido hace mucho que lo anotaron.
-No lo sé… es muy tarde… ¿Qué es esto? ¿Una broma?
- No… no es una broma. Pensé que había algún mensaje, una especie de señal.
- ¿Creés en las señales?
- No sé
¿Cómo que no sé?
- Sí, a veces sí.
- ¿Tuviste una pesadilla? – preguntó ella.
- No… o tal vez sí… un sueño en cierta forma… pero no…
- Todos tenemos pesadillas. Una señal…
- Sí, pensé que encontrar tu número en el libro era una señal.
- Una señal… no sé…
- A lo mejor tenés algo… para decirme…
- Yo estaba soñando que me perseguían unas mujeres gordas, que me querían
comer, y yo empezaba a correr, a escapar, y luego saltaba y volaba, me alejaba de ellas volando, pero no volaba como los superhéroes con los brazos adelante, sino como los pájaros, batiendo los brazos, hacía un esfuerzo descomunal por mantenerme en vuelo…
- ¿Cuánto hace que no dormís abrazada a alguien? – preguntó Santiago.
- Hay cosas que dije, cosas que nunca debería haber dicho, cosas que hice que
inclusive Dios podría perdonarme pero yo no– contestó ella.- No entiendo nada. ¿Por qué me llamaste?
- A veces juego solo al ajedrez.
- Yo al basket. Tengo un aro en el patio. Una planta de mandarinas también. A
veces hay mariposas y un colibrí. ¿Encontraste mi número en un libro?
-Sí, en un libro. Un libro que encontré en la calle. Es un libro viejo.
- ¿Jugás al ajedrez, dijiste?
- Me gusta jugar solo y dejar la partida en tablas.
- Me gusta tirar desde lejos al aro, o subirme a la terraza y arrojar la pelota desde
ahí arriba.
- A veces pienso en el suicidio – dijo Santiago.
- ¿Quién no piensa en el suicidio?
- Pero no me animaría a una muerte violenta, tal vez tomar pastillas para dormir.
- ¿Qué hay sobre tu mesa de luz? – preguntó ella.
- Un velador, creo que tengo un desodorante, un libro que encontré hoy en la
parada del colectivo.
- La sensación de escapar de las gordas volando, en el sueño, era como la
sensación…
- ¿Cuánto hace que no le cocinás a alguien? – preguntó Santiago.
- Solía venir un amigo a casa. Charlábamos mucho. Él tenía muchas preguntas
sobre la vida y a mí se me ocurrían muchas respuestas. ¿Puedo leerte un poema?
- Claro.
- Cuando era adolescente escribía muchos poemas.
- Yo también.
- Supongo que todos los adolescentes escriben poemas.
- Sí, locos y sinceros, así son los adolescentes, locos y sinceros.
- Locos y sinceros. Los locos y los niños son los únicos que dicen la verdad, decía
mi madre.
- Mañana no quiero ir a trabajar.
-¿Puedo leerte el poema?
- Sí, claro
- Enamorarse
es tomar
una pastilla para dormir
y otra y otra y otra
y no dormir
no dormir
y pensar en ella
Cuando ella terminó de leer el poema la llamada se cortó. Santiago escuchó el
tono de sonidos monocordes que se repetían uno detrás del otro. Dejó el teléfono inalámbrico sobre la mesa, fue hasta el baño, se lavó la cara, se miró detenidamente en el espejo. Otra vez se sintió un ser pequeño y lejano que habitaba dentro de su cuerpo, muy profundo, como si algo estuviera al borde de un abismo, un solo empujoncito bastaría para dejarlo derrotado por el resto de la vida. Pero no, de algún modo sacaba fuerzas y seguía. Apagó las luces. Abrazó al libro. Lo olió. Cerró los ojos con una sensación de haber hecho algo extraño, valiente y prohibido. Se durmió. Al otro día despertó con el despertador pero llamó al trabajo para mentir que le dolía la cabeza, que faltaría. Conseguiría un certificado de un médico amigo. Pensó una y otra vez en la llamada telefónica, se le ocurrió que pudiera haber sido un sueño pero no, no lo había sido. Recordó la voz de la mujer. Se estremeció. Ese día anduvo con el libro de un lado a otro y esperó a que fueran las tres de la madrugada para volver a llamar al número. Daba ocupado. Lo intentó varias veces y daba ocupado. Las noches que siguieron volvió a llamar pero siempre daba ocupado. Esta mujer que seguramente le cortó el cable al teléfono o lo dejó descolgado. Fue hasta la computadora y con el número de teléfono en google descubrió la dirección de la casa. Tomó el libro, en la primera página escribió: no dormir y pensar en vos. Anotó su número telefónico. Puso el libro dentro de un sobre de papel madera. Durante las noches siguientes durmió junto al sobre. Un día se decidió a enviarlo por correo.
Santiago todas las noches tipo tres de la mañana se despierta esperando el llamado, pero ese llamado nunca llega, y hay una parte de él que está satisfecho con eso. Él sólo se quedó con ganas de contarle algo, algo que le había ocurrido en el pasado, algo sobre la pureza del amor, de la lealtad, de la confianza, de la nobleza, tenía ganas de decirle que eso extrañaba de la vida, esa época en que todavía creía en algo.
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