Mirar
Estuve leyendo una novela acerca de residentes en medicina y el tipo que la escribe, un médico, dice que una persona al terminar su residencia es como una remera lavada cientos de veces, que ya no puede volver a mirar el mundo de la misma manera, que ya no puede amar de la misma manera. Yo fui residente. Terminé mi residencia hace dos años y siento como si un apocalipsis me hubiera pasado por encima, no solo una vez, sino unas cuantas. Apenas si me aferro a la vida con lo que me queda de aliento después de las sacudidas infernales que tuve que vivir de lunes a lunes durante más de mil quinientos días.
Uno se recibe y la universidad te deja en la calle con el título de médico, bajo la expectativa de salvar cientos de vidas. Todo eso sin haber suturado una vez, sin saber leer un electrocardiograma, sin reconocer una neumonía en una Rx. Lo que le sigue a un médico recién recibido es someterse a ser medicato. Un medicato es un médico que ya como profesional lleva a cabo una práctica en algún hospital de la ciudad y trabaja 48 horas por semana, sin cobrar un peso, durante seis meses con el aliciente de que va a aprender lo que la universidad no le enseñó. Un medicato es como un soldado de las primeras oleadas del desembarco en Normandía, es un medicucho inexperto, lleno de miedo, inseguro, que no recuerda bien las dosis de los antibióticos, ni la cantidad de gotas de salbutamol a aplicar en un broncoespasmo, que es lanzado a las trincheras de las guardias de hospitales llenas de sangre, pus, orina, mierda, y otros líquidos cualesquiera. Un medicato es un pibito de veintitantos años, con cara de trágame tierra, que mientras todos los médicos de experiencia duermen se levanta a atender una crisis convulsiva en un chico de tres años con fiebre y sin saber qué tiene que hacer. Pero lo hace por amor al arte, y porque otra no le queda que aprender así, a los ponchazos, recurriendo a la creatividad del atamos con alambre, a sorprenderse con darse cuenta de que para ser un buen médico hay que tener mucho de sentido común y un buen enfermero dándote una mano.
Yo fui medicato en el hospital de Villa Gobernador Gálvez hace ya unos muchos años. Recuerdo muchas cosas y todavía el cuerpo me crispa al hacerlo. Había una médica que se llamaba Angi. Era una de mis supervisoras.
Me encantaba mirar a Angi. Las curvas de sus caderas, las formas de sus pechos asomando por el escote, su cabello, sus labios, su nariz, sus pestañas. La miraba mientras ella hacia las recetas, mientras auscultaba, mientras hablaba con los pacientes, mientras charlaba o reía en nuestra sala de estar. La sala de estar no era una sala, era una salita. Muy pequeña. Entrábamos todos amuchados uno al lado del otro en bancos y sillas. Había una mesa. Un televisor chico. Una hornalla donde calentar la pava para el mate o hacer café.
No estaba enamorado de Angi. Es más, me parecía hueca, siempre hablando de carteras, o peinados, o zapatos, y muy chusma, era solo suficiente que alguien saliera por la puerta para que ella hiciera algún comentario. Pero me encantaba mirarla. Sobre todo sus escotes. Todas las guardias venía anunciando sus tetas más allá del ambo. Yo la miraba, siempre haciéndome el boludo, nunca directamente como para denunciarme, y yo creía que ella no se daba cuenta, hasta que empecé a dudar de si se daba cuenta y después un día la vi darse cuenta. Empezamos un juego. Yo la miraba y ella se dejaba mirar. No pasaba de ahí. Creo que ese era el acuerdo tácito, no pasar de ahí, porque estoy seguro que si yo hubiera excedido los límites ella hubiera huido como rata por tirante.
Aquel juego era fascinante, era fascinante porque era como entreabrir una puerta y sostenerla apenas abierta con un gran viento soplando desde afuera, un viento que apenas se filtraba y te mareaba de placer. Además en esa época yo sufría como un perro. Sufría como un perro porque me paraba ante un paciente y me abrumaba la responsabilidad de saber que esa vida dependía de mí. Vivía estresado, ansioso, tensionado, temeroso, aterrorizado, y cuando por fin la guardia me daba un respiro me iba para nuestra sala de estar y la miraba a Angi, entreabría esa puerta.
La primera vez que vi la guardia llenarse de charcos y chorros de sangre fue cuando entró un pibe baleado en un enfrentamiento entre bandas narcos. Yo traté de dar una mano en medio de aquel alboroto de gritos, órdenes de enfermeras haciendo vías, y colocando sondas, y los médicos llenos de sangre tapando los agujeros de las balas. El pibe murió. No hubo forma de salvarlo a pesar de que le hicieron masaje cardíaco todos, hasta los choferes de ambulancia. Recuerdo que yo temblaba después de aquel suceso y sé que puede parecer una estupidez pero regresar a nuestra sala de estar y encontrar a Angi tan hermosa y mirarla me transmitió un alivio que creo ninguna otra cosa pudiera haberlo hecho.
Un día apareció la Vero, así le decían “la” Vero, una médica que tenía aspecto de frágil, hablaba apresuradamente con los pacientes como tratando de convencerlos de algo que ella misma no parecía muy convencida. Dudaba todo el tiempo, pedía ayuda, pero también era mandada, donde había quilombo ella iba y metía mano. Angi la masacraba. La veía equivocarse a “la” Vero en los diagnósticos y después frente a todos decía lo mala médica que era. En realidad era una mala médica. Una vez llegó una mujer con un bruto edema de pulmón, la señora apenas si podía respirar y ella en vez de meterle el diurético y aliviarla la mandó a hacerse un Rx de pulmón que lo único que hizo fue demorar el tratamiento, ponerla en riesgo, en todo el tiempo que tardó en hacer la radiografía bien podría haber muerto.
La cosa es que así como quien no quiere la cosa “la” Vero se empezó a llevar muy bien conmigo. Me bromeaba, me buscaba para charlar, a veces se me sentaba encima para boludear en nuestra sala de estar, pedíamos helado para compartir los viernes por la noche en la guardia y de algún modo Angi se puso celosa. Estas son las paradojas de la vida humana, de los histeriqueos entre médicos en una guardia infinita de 24 horas, y digo paradoja porque Angi y yo no teníamos nada, sólo jugábamos, yo miraba y ella se dejaba mirar, pero como dije se puso celosa, tal vez no pudo soportar que una médica espantosa como era “la” Vero pudiera llamar mi atención. Me lo hizo saber. Me lo hizo saber de la peor manera.
Una tarde entró internada una piba HIV positivo. Estaba con fiebre de origen desconocido así que decidieron hacerlo un hemocultivo. Angi dio una orden. Le dijo a “la” Vero que hiciera la extracción para el hemo y que yo la acompañara. En ese instante tuve terror. Terror porque la extracción de un hemo no es para cualquiera y menos para “la” Vero y menos sabiendo que el paciente tenía HIV. La cosa que fuimos, “la” Vero pinchó a la piba cinco o seis veces sin poder sacarle sangre. La piba se enojó. Empezó a las puteadas. La Vero siguió intentándolo y al final le sacó sangre. Yo mirando desde atrás como un boludo porque supuestamente iba a aprender de aquello. Lo que voy a contar ocurrió en cuestión de segundos, un instante, la Vero fue con su jeringa llena de sangre a vertirla en el frasquito donde se acumula la sangre para un hemocultivo. No sé explicar cómo, pero al verla insertar la aguja en el frasquito salí corriendo hacia el baño y en ese mismo momento por algún mecanismo negligente de “la” Vero la jeringa explotó arrojando sangre con HIV por todo el cuarto. Sobre todo a la cara de la Vero, al cuerpo, a los brazos. Yo me salvé porque me había metido en el baño y pude escuchar el grito, el chorro de sangre, las puteadas de la paciente. “La” Vero aterrorizada me preguntaba si le había entrado sangre en los ojos y en la boca y claro que le había entrado, tenía toda la cara salpicada. Yo me salvé por ese acto instintivo que me dijo “esta boluda la va a cagar”, y esa voz del inconsciente me habló en el preciso momento en que salí corriendo hacia el baño y me salvé de salpicarme yo también. Eso fue grave, pero lo más grave fue la sonrisa sarcástica que vi en el rostro de Angi cuando nos vio en semejante situación. Como si la puta de mierda lo estuviera disfrutando.
Me volví loco. Me enfurecí. Pero pude parar la moto a tiempo. No fui y le dije: “gracias por haberme mandado al muere con “la” Vero”, no le dije: “vos sabías que eso podía pasar”, no le dije: “arriesgaste nuestras vidas por un juego vacío de histeriqueadas”, no le dije nada, me la fumé. “La” Vero empezó un tratamiento profiláctico con retrovirales que le destrozaron el estómago y vomitaba y tenía diarrea. A todo esto “la” Vero tenía planeado un viaje a Brasil que tuvo que suspender porque su estado era calamitoso. Al poco tiempo dejó de hacer guardias. Por esos chismes que circulan en el ambiente médico me enteré meses después que ella también se salvó y no se contagió HIV.
A los pocos días de haber sucedido aquello la encontré a Angi preparándose un café en nuestra pequeña sala de estar. La miré por última vez de arriba a abajo pero no sentí atracción, por el contrario, sentí un profundo despecho por ella. Me acerqué desde atrás y le pegué una apoyada brutal. Ella se crispó, no fue placer, fue una especie de ferocidad pero no dijo nada. Nunca más jugamos. Yo dejé de mirarla y ella de mostrarse. Yo seguí intentando aprender medicina en esa guardia de hospital que se parecía a Vietnam. A las semanas terminó mi rotación y seguí con mi carrera por otros lados. De Angi me enteré que se puso siliconas en las tetas, de “la” Vero que se dedicó a la medicina legal.
|