Yo Cursaba una de las épocas tempranas de mi edad. Podríamos decir entre veinte y dos y veinte y seis. Cuándo élla llegó a una oficina que medía nuestra voluntad y la paciencia. La acercó el placer de escoger lo que, y dicho séa de paso, es una gran ventaja femenina. Y en menos de cinco minutos, todos sus medios expresivos pintaron su intención, qué repito, son todos, ventajas femeninas.
Me dijo, usando la forma audible de comunicar, que yo coíncidía con el prototipo de su gusto innato. Pero al decirlo aplicaba la magia selectiva, que también es otro privilegio de la mujer. Logrando en un espacio infinitesimal, no dejar ní un cabo suelto. Lo cuál no es favorable frente a un hombre. Pero todas las cartas estaban ya sobre la mesa.
Y lo que faltaba, era la reacción del ser dónde se acababa de hacer el implante. Que sí se descartaba el oportunismo masculino, habría que entrar en la maraña que era mí escala para, aquélla vez, medir mi comportamiento. Pórque, primero, no estaba en mí pueblo, no vivía en mí casa, alternaba con desconocidos y éra el inicio de la práctica de mí áuto suficiencia. Cabría aquí, la frase de que el diario vivir me había degenerado en un novato.
Sin embargo, élla, en mi forma de ser, tenía ubicado el hombre ideal. Incluída una supuesta hombría encantadora. Qué magnificaba mis defectos capitales. Y tódo lo hacía conforme una estrategia íntima, qué cómo veneno inoculaba mi cerebro. Dándome a beber jugos que no resistían, déntro de su botella, mí mirada escrutante. Hasta que una tarde de solitarios y reprimidos abrazos, me ordenó que la esperara en mi casa.
Lo hice, y fué cómo oponer la disposición con la incertidumbre. La ciega ilusión, con lo que pude. Entonces, se me ocurrió buscar mí lira, a sabiendas de que élla, sólamente a ella la recordaría: a la guitarra.
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