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Pablo es derechista. Si cualquiera le preguntase que significa pertenecer al grupo de los más opulentos, quizás no sabría qué contestar. Su cabeza, su boca y sus manos tratarían de construir en el aire esas palabras huidizas que definen su sentir. Quizás después de resolver a medias ese desacomodo, esgrimiría un hatijo de palabras escuchadas por allí, en algún noticiario o en un panel integrado por políticos, diría acaso que es derechista porque es más decente que ser comunista, que su padre o su madre, esa aterradora insignia y la patria que merece desarrollarse de acuerdo a los tiempos y todo ese discurso que más bien se asemejaría a un mantra que a algo con fundamento.
Pero Pablo tiene necesidades que no alcanza a solventar con un sueldo poco menos que miserable. Las suelas de sus zapatos ya intuyen la aspereza del pavimento y quizás pronto harán contacto con la superficie anodina de las veredas. Pero él es derechista, constitucionalista y si hubiese tenido la edad suficiente, habría votado por el Si, para salvaguardar la patria, tal como lo hizo su padre, su madre y casi todos sus parientes, que marcaron con decisión en ese lejano 1988 la raya vertical, como si estuviesen construyendo un muro o una fortificación para proteger el legado del Capitán General de los desalmados comunistas. Y desde entonces, siempre se inclinaron por los partidos de derecha, aunque vivieran en los extramuros de la capital y que por su trabajo honrado sólo recibieran un sueldo miserable. Pero eran decentes, tanto como para ocultar su precariedad ante los vecinos “tal como lo hace la gente bien allá arriba en Lo Barnechea, en Vitacura, quizás mucho más holgada en sus palacetes, pero con la misma convicción”.

Pero una tarde, cuando regresaba de su trabajo, Pablo se vio envuelto en un disturbio que enfrentaba a carabineros y manifestantes. La batalla era campal, tanto que la policía debió retacarse detrás de los edificios, disparando desde allí las bombas de ese humo que parecía aferrarse a las gargantas de la gente, tal si fuese otro agente policíaco que se filtraba por sus narices y bocas para arrancarles lágrimas de asfixia. El sol relumbraba sobre el horizonte como una esfera cenicienta que se reflejaba en los charcos de agua pestilente arrojada por los guanacos. Allí también se duplicaban las figuras de los combatientes, que derribaban postes, destrozaban escaños y un grupo aún más marginal destruía las cortinas de los locales comerciales. Pablo, azorado, trató de escapar de aquella tremolina, pero la marea humana lo arrojó a las fauces de los más violentos, quienes incendiaban todo lo que encontraban a su paso. Y llevado en andas por la furia, el desatino, el rencor, el hambre de justicia, el resentimiento –denomínelo usted como quiera- el muchacho se vio de pronto dentro de una lujosa zapatería, la que era saqueada por esa masa ávida. Los muchachos, encapuchados para ocultar sus identidades, cargaban cajas y más cajas de zapatos, con un afán de rapiñas, sin pudor alguno, saciando ese algo que les latía dentro y que, a ciencia cierta, es posible que ni supieran cómo denominarlo. Y Pablo, allí en medio, inmóvil y aterrado, era una marioneta a merced de los movimientos bruscos y huidizos del resto. Y entonces, recordó sus pisadas del día a día, sus pies adoloridos por la delgadez moribunda de la suela, sus llagas, sus pesares y tantos y tantos deseos nunca satisfechos. Y allí, tan a la mano, esa tentación, ese calzado flamante y acariciador. Y movido por un impulso que de todos sus ingredientes, algo de rencor contenía, destapó caja tras caja hasta dar con un par de zapatos que coincidiera con la medida de sus pies. Y sin abandonar su calzado viejo, salió a duras penas de la zapatería para encontrarse con los escopetazos, la furia del enorme grupo de manifestantes y el violento chorro de agua de un guanaco dibujando un inusitado arcoíris en esa tarde de refriega.
Los días se suceden espesos en esta opereta absurda vivida en Chile. El gobierno busca cauces para acabar con el insomnio contestatario de nuestro país. Los gobernantes son tecnócratas devotos tratando de frenar el descontento, la furia, esos fantasmas que deambulan desde siempre en nuestra América morena. Pero la derecha es refractaria a los clamores de la gente, esgrime cifras, estadísticas, pero nunca da en el blanco. Y las armas son las que hablan para apagar tanta insurgencia.
Y ahora Pablo, calzado con sus flamantes zapatos, derechista por herencia, continúa surcando las veredas sucias de todos los días, sólo que ahora con una mezcla de convicción y un buen poco de vergüenza en su alma.












Texto agregado el 13-12-2019, y leído por 227 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
15-12-2019 Me has dejado muda amigo,con una admiración inmensa por tan excelente texto. Es una delicia volver a leerte ,en un escrito impecable***** Un beso amigo. Victoria 6236013
14-12-2019 Volvieron tus relatos, amigo, y tan impecables como siempre, esta vez para hablarnos de un tema preocupante. Abrazo Guido. Vaya_vaya_las_palabras
14-12-2019 —Entre la hipocresía de la política y la realidad que muerde; entre el dolor y la esperanza; entre lo bueno de multitudes y lo malo de aprovechadores y entre la apariencia de los que hacen las leyes y su ambición de permanecer, aquí estamos los viejos esperando soluciones. —Un abrazo. vicenterreramarquez
14-12-2019 Volviste!!!!!!! y con un muy buen cuento. yosoyasi
13-12-2019 Una realidad que azota... viento que sopla fuerte poniendo al descubierto sentimientos, penurias y por que no, también humildad. ¡¡¡MUY BUENO!!! Valientes líneas, poeta. Shalom amigazo y ¡FELICES FIESTAS! (van mis 5*) Abunayelma
 
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