El galpón es amplio y está flanqueado por muros de concreto que se alzan cinco metros hasta las vigas. A un costado, en el piso también de concreto, hay una abertura rectangular por donde baja al subterráneo una correa transportadora. Mi trabajo consiste en poner en ella unas bolsas negras de plástico no muy pesadas. Me indican que las bolsas contienen residuos de otros procesos productivos de la fábrica y que no debo abrirlas. Abajo hay un hombre que las recibe y, por el ruido, intuyo que las mete dentro de una máquina moledora o algo así. Aunque lo he intentado no he podido ver al tipo ni a la máquina ni nada, sólo veo un par de brazos que de vez en cuando se llevan las bolsas. Cuando acabo con el montón que tenía para enviar me siento a descansar en un banco de madera que hay a mano. La cinta transportadora sigue girando, me acomodo al borde y con los pies empujo unas piedras pequeñas sobre la correa. Lo hago con la intensión de molestar al hombre y que me grite algo para al menos escuchar su voz gutural. Nada, la máquina moledora se calla y sólo oigo el silbido monótono de la correa.
A mediodía suena la sirena para un descanso general y me reúno con algunos de mis compañeros de faena. Es mi primer día de trabajo y no los conozco. A la salida al patio hablo con el que primero que se me cruza. Es un tipo flaco y de cara larga que apenas saludo y sin preámbulos me empieza a contar que quiere comprarse zapatillas nuevas. Luego se nos une un petiso moreno de pelo negro y duro, al parecer bien amigo del flaco, y de entrada se burla de su novia gorda. El flaco se avergüenza, pero no responde. Mientras salimos a marcha lenta van apareciendo más trabajadores y el grupo y el murmullo aumentan. El patio está cerrado por muros de ladrillos a la vista y alambres enroscados en la parte superior. El flaco, el petiso y yo nos quedamos juntos y callados. Para romper el hielo les pregunto sus nombres, el de las zapatillas y la novia gorda se llama Juan, el bromista peliduro David. Juan nos ofrece cigarrillos y los enciende. Alguien más allá interroga en voz alta si han visto al Marmaja y todos se ríen. Juan me dice que Marmaja es el apodo que le pusieron al jefe porque tiene voz de pito y nadie lo respeta. No veo la relación, pero cuando iba a pedirle que me lo aclarara Juan retoma lo de las zapatillas. Su amigo se interesa y le informa dónde tiene que ir para conseguirlas más baratas. El diálogo entra en el ámbito de los precios, las ofertas y las cuotas. Los interrumpo para preguntarles quién es el que trabaja en el subterráneo, cómo se llama o qué hace. No lo conocían bien, era nuevo y no salía al patio, sólo sabían que se apellidaba Pinto, nada más. Siguieron hablando de tiendas y los mejores modelos Nike y Converse. Luego de quince minutos de descanso volvemos al trabajo. Al pitazo de la sirena entramos al galpón y nos desparramamos y dirigimos cada uno a su puesto. En mi rincón la cadena trasportadora sigue girando y me traen más bolsas para cargarla. No eran muchas y el trabajo lo termino pronto. Para gastar tiempo salgo a husmear y me doy cuenta que mi puesto estaba en el lugar más pequeño de la fábrica y colindaba con otras amplísimas salas que tenían máquinas enormes. Sigo por un largo pasillo intermedio cuyo final apenas dintingo y veo que en cada sala hay trabajadores que se encaraman en los armatostes y aprietan o sueltan tornillos y manijas mientras las poleas y los engranajes giran. Chaplin en Tiempos modernos. Al rato vuelvo a mi puesto y ya tengo otro montón de bolsas esperándome, pero otra vez las termino pronto y espero y me adormilo. En eso Juan y David me llaman desde la entrada, hay reunión. Me acerco al corro donde estan otros cuatro hablando de cualquier cosa sin preocuparse lo más mínimo que sea horario de trabajo. Incluso algunos se sientan en el suelo y conversan. David sigue con las burlas a la novia de Juan, pero ahora todos le ponen atención y se ríen a carcajadas. Incluso Juan lo toma a broma y también se ríe. Lo que pasa es que tú estás celoso porque ella no te pescó, replica, además no me importa su gordura porque estoy enamorado, dice, y el amor no tiene ojos y a mí me gustan rellenitas. Infladitas acota alguien pero ya no es gracioso y la conversación da paso a la ropa de marca. Le consulto a David si voy a avisar a Pinto para que se nos una y me dice que no, y agrega, mejor vamos allá, estaremos más cómodos, y nos dirigimos a una especie de refugio hecho de cartón que está apegado a uno de los muros. Es como una cueva y adentro hay bancos de madera que son ocupados rápidamente por los cuatro que se adelantaron, Juan, yo y otro más quedamos de pie. La actitud del grupo es de completo relajo y hablamos de jeans y mujeres como si estuviésemos en el parque. De pronto aparece el Marmaja. Es medio colorín y tiene una cara extraña, mezcla de niño y viejo según la luz y por dónde se le mire. Lleva un casco blanco y la ropa de trabajo le queda suelta y se nota que los zapatos de seguridad le pesan. Sin aproximarse mucho nos pregunta qué hacemos ahí y nadie le contesta. Su voz es bastante ridícula y por alguna razón creo que el apodo le queda bien. Nos dice que somos irresponsables y que no deberíamos estar ahí sin hacer nada, pero el Tuto —tiene ojos tan pequeños que parece dormido— le replica conciliadoramente que no se ponga guevón, que se integre al grupo y a la conversación y lo invita, venga, venga, le dice. Al instante David empieza a hacerle preguntas sobre dónde podríamos comprar buenas herramientas y cosas así, la táctica funciona y Marmaja se acerca —olvida que vino a hacernos volver al trabajo— y empieza a decir que él conoce un par de casas comerciales que son muy convenientes y se larga a darnos buenas recomendaciones. Estaba en la descripción de unas llaves que había comprado hace poco cuando alguien le interrumpe para decirle que no le creía mucho lo que estaba contando, no sé, le espetó, usted puede estar mintiendo, no sería la primera vez. Marmaja quedó petrificado y empezó a abochornarse. Luego, visiblemente afectado por la ofensa, empezó a chillar que ya era suficiente, que dejáramos de flojear, que teníamos que volver a nuestros puestos. O si no qué, preguntó alguien. Marmaja, desconcertado, pestañeó rápido, nos miró a todos, se acercó a la casucha y de una patada la derribó. Los que estaban adentro salieron raudos y a tropiezos por debajo de los cartones que volaban. A pesar del estrago todos se reían, menos Marmaja, que estaba furioso y seguía dando patadas y manotazos a lo que quedaba del refugio. Cuando acabó, agitado todavía por el esfuerzo, nos miró de soslayo. Ya nadie se reía y ahora todos lo rodeaban y miraban muy serios. Entonces alguien le dijo usted no aprende, todavía no aprende, y Marmaja agachó la cabeza como un niño a punto de llorar. Antes de separarnos el Tuto dijo que mañana temprano se armaba otra vez el refugio.
En la tarde crucé un par de palabras con Pinto, supe que llevaba una semana ahí abajo y que tenía veintiún años. Le conté lo de Marmaja y la actitud de los compañeros, pero no dijo nada al respecto y a mis otras frases tampoco respondió. Al rato salió del fondo un grito desgarrador y la máquina se detuvo. Le pregunto a Pinto si está bien y me grita que no, que tuvo un accidente, que necesita ayuda rápido y que tengo que bajar. Busco la escalera pero no la veo y le consulto dónde está. Con voz casi inaudible me indica que tengo que bajar por la correa porque no hay otra forma. No lo puedo creer, pero es una emergencia y me subo a la cinta y me acomodo a lo largo para pasar por la estrecha abertura. Abajo el calor es asfixiante y por fin salgo de la duda y veo que es una bodega abarrotada de bloques de plástico apilados hasta el techo. Al lado izquierdo está la máquina que usa Pinto, una caja metálica de no más de dos metros de alto por dos de ancho. Es una prensa hidráulica. Hay un banco volcado y Pinto está hincado frente a la prensadora tratando desesperadamente de alcanzar una palanca. Tiene un brazo atrapado en el bloque de plástico que estaba comprimiendo. Corro a ayudarlo pero me tropiezo con una bolsa y caigo seco al piso. Me demoro un poco en reaccionar, me paro y Pinto me dice que levante la palanca que está al costado de la máquina. Es extraño, ya no se oye alterado y llego a creer que es una broma. Luego comprendo que no, está en shock y actúa y habla por inercia. Tiene la cara tan blanca que parece maniquí. Pinto es bien parecido, cabello ondulado, ojos grandes y rostro armónico. Subo la palanca pero la máquina no responde. Me está apretando dice Pinto, hay que cortar el aire ahí, y me indica una llave de paso, la muevo y la prensa ya no le comprime el brazo pero está fija y lo tiene apresado. Pinto empieza a respirar con dificultad y tira desesperado pero le duele tanto que se desmaya. La urgencia es máxima. Muevo todas las llaves que veo, acciono todos los botones rojos y vuelvo a intentar con la palanca. Nada. Corro hacia la base de la correa transportadora y grito para arriba con todas mis fuerzas que Pinto está atrapado en la máquina y que necesito ayuda para sacarlo. No espero respuesta y vuelvo a ver qué puedo hacer. La situación es grave, según veo tiene el brazo molido hasta el hueso. La sangre empieza a brotar del plástico y empapa su camisa. Busco algún fierro para hacer palanca y levantar la prensa. Tres pasos a la derecha, junto a otras piezas, encuentro un eje que puede funcionar. Lo agarro y lo embuto entre el bloque de plástico y la plancha de acero. Empujo y la plancha sube unos centímetros, pero el brazo está metido en el plástico y no me atrevo a tirar de él, podría salir un muñón sangriento y la otra parte quedarse adentro. Sería espantoso. Tengo que sacar el bloque completo. Cuando dejo de hacer fuerza la plancha cae por gravedad y mantiene la presión. Voy por atrás de la máquina a ver si puedo palanquear desde ahí sin que el cuerpo de Pinto me estorbe. Imposible, tiene una tapa metálica y no hay espacio suficiente. Vuelvo e introduzco otra vez el eje en el hueco ya hecho, me doblo y lo levanto con el hombro mientras agarro con las dos manos el bloque de plástico prensado y lo empiezo a tirar, está caliente y se desmenuza, pero después de unos minutos de gran esfuerzo consigo agarrarlo bien y sacarlo completo. Pinto está liberado de la prensa, reacciona un poco y se empieza a quejar. Siento escalofríos, tengo un nudo en la garganta y estoy a punto de llorar, pero me resisto y vuelvo al pie de la correa para pedir ayuda. Estoy mojado por el sudor, el hombro me duele mucho y no me sale la voz. Respiro hondo para calmarme y logro gritar nuevamente, dos, tres veces hasta que veo aparecer allá arriba el rostro arrugado y viejo de Marmaja. Hay un instante de indecisión en su mirada, sonríe y desaparece. No me queda claro si fue por ayuda o simplemente nos dejó. Unos segundos después pienso que no volverá.
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