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Hermanos en el arte de curar




–¡Doctor Triviño! –exclamé cuando lo vi. Venía caminando por la misma vereda que yo, fumando un pucho, la cara redonda, barbuda, petiso, morrudo, con porte de jugador de rugby y con cara de “me mirás mal y te rompo la boca a piñas”.
Tengo muchos amigos, todas las etapas de mi vida me dejaron algún amigo. Un amigo de cuando nos subíamos a los colectivos a hacernos los poetas, una piba que se había intentado suicidar, como yo, y con quien pasamos una temporada en un psiquiátrico. Amigos de cuando viví en Estados Unidos. Un amigo de cuando tuve un bar, un amigo de cuando jugaba al fútbol, en fin, de la escuela secundaria, de la facultad, de los talleres literarios, de los clubes, de las bibliotecas, del bar donde iba a jugar al ajedrez, de la revistería donde me hacía pasar por pobre para que los domingos me regalaran el suplemento cultural del diario. Pero debo confesar algo, una cosa que había descubierto, los únicos amigos con los que me siento genuino, profundamente genuino, son aquellos amigos con quienes había compartí los estudios en la facultad. Los pasillos, las escaleras, los patios, ¡los exámenes!, ¡los inmensos y desbordantes exámenes!, los guardapolvos blancos para parecernos los médicos que aspirábamos a ser, el fútbol de las tardes libres. Cuando por algún motivo me cruzaba con algún ex compañero de la facu me sentía conectado, sentía que podía conocer sus dolores, los sufrimientos, los logros, la sensación de estar en esta perseverante tarea de aliviar el dolor humano.


Uno de esos amigos es el doctor Triviño. Con el doctor Triviño en tercer año estábamos en clase de semiología, íbamos al hospital a practicar para aprender a hacer las preguntas de la historia clínica. Estábamos interrogando una paciente. En un momento leímos un apartado que decía FUM y le preguntamos ¿Fuma? Nos comimos una reverenda cagada a pedos del profesor porque FUM era “fecha de última menstruación”.
Ahora me lo encontraba a Triviño en la calle. Terminamos tomando un feca y le confesé que estaba escribiendo una novela de médicos. Triviño intentó susurrar pero le era imposible con el vozarrón ronco de fumador que tenía.
–Tenés que contar la primera vez que uno hace una constancia de óbito –dijo.
En el instante empezamos a reírnos, a morirnos de la risa.
–Doctor, le paso un domicilio para hacer una constancia de óbito –me dijo el operador.
Un escalofrío, un terror macho, la primera vez que iba a hacer eso. Hice memoria de lo que había que poner en la constancia. Una amiga médica primeriza a la que le habían enchufado dos óbitos en una guardia me dijo: ausencia de latidos cardíacos, ausencia de respiración espontánea, pupilas no reactivas. Comencé a dudar, faltaba poner algo más, pero no, corazón, pulmones, neurológico, ya estaba. Tenía que estar, pero sentía que me faltaba algo. Cuando llegué al domicilio era un complejo de departamentos. Yo tenía palpitaciones cuando toqué el portero.
Apareció un muchacho joven, pelo lacio peinado al lengüetazo, me abrió la puerta, tristón. Yo vacilé, estuve a punto de decirle lo siento, pero no, casi le digo buenas noches, tampoco, qué estúpido, qué carajos se dice en esas situaciones.
Hola, qué tal, dije.
Subimos una escalera en silencio. Cuando llegamos a la puerta del departamento puso la mano en el picaporte y me dijo: lo encontramos tirado en el pasillo. Abrió la puerta y la realidad fue brutal. Un anciano, robusto, en camiseta escotada, pantalón gris, ojotas azules. Ojotas azules, parece una estupidez pero ese detalle me impactó. El anciano cruzado en el pasillo. Boca abajo. Más allá del cuerpo el batallón familiar, dos mujeres, gorditas, rubias teñidas, muy maquilladas, seguro hermanas, hasta mellizas diría. Un tipo bigotudo con cara de policía retirado. Un pibito llorando con los brazos cruzados sobre la mesa.
El muchacho que me abrió la puerta pasó por encima del cuerpo y se paró ahí atrás. Una de las mujeres, la de los labios pintados en un rojo venenoso me dijo: lo encontramos tirado en el piso.
El tipo estaba más muerto que Tutankamón, pero el hormiguero se me llenó de preguntas. Uno tiene ganas de decir “está muerto, hasta luego”, pero no, ¿y si está vivo? A uno se le vienen a la cabeza esos titulares de Crónica TV: EL MEDICO CERTIFICÓ QUE ESTABA MUERTO Y ESTABA VIVO. Y de repente te imaginás rodeado de cámaras, de abogados, de gente que te insulta, de tus colegas que te miran con desprecio, de tu mujer avergonzada, de tus hijos preguntando qué hizo papá, de tus padres cenando con el hijo médico que al final resultó ser un pelotudo ignorante. Todas esas cosas se te cruzan por la cabeza, Dios mío.
Respiré profundo, me agaché, estetoscopio en mano.
La otra mujer, la que no tenía los labios pintados dijo: “Tenía problemas cardíacos, tomaba napril”.
¿Qué carajos tomaba?, pensé. Ah, enalapril, enalapril, me dije.
–Y era diabético –agregó la otra mujer.
¿Y si es un coma diabético?, pensé, pero no, gil, si está hecho un iceberg.
Ausculté los pulmones, no se escuchaba entrada de aire pero se escuchaban unas cosas, unos rales, no sé qué cuernos era. Recordé a una amiga que me había dicho algo de líquidos reabsorbiéndose. El anciano estaba boca abajo, así que metí el estetoscopio por abajo y ausculté el corazón. Silencio.
¿Y si lo mataron unos choros?, pensé. Habría que hacer una autopsia. Ya ensucié la escena del crimen, la recalcada madre. Ya veo que quedo implicado, tendría que llamar a la policía. Yo tenía el recto, el colon sigmoides, las hemorroides temblando de miedo.
La mujer de los labios rojos me preguntó si quería ver los estudios que se había hecho hacía una semana.
–Shhhh –dijo el tipo que parecía policía retirado–, dejalo trabajar tranquilo.
Trabajar, pensé. ¿Constatar la muerte de un tipo es trabajar?
Me puse de pie. Las manos en la cintura, el estetoscopio muy canchero colgado del cuello, ¿y ahora qué cominos digo? Me quedé mudo mirando al anciano muerto.
Entonces el muchacho me hizo el favor de preguntarme:
–¿Está más muerto que Perón, cierto, doctor?
Y la brutalidad del sarcasmo, o de la ironía, o de la brutal realidad, casi me hace vomitar una carcajada. Mordí los labios.
–Sí, falleció –dije mirando el piso.
El pibito que estaba llorando pegó un gemido de búfalo agónico. Las mujeres se abrazaron y lloraron.
El tipo bigotudo se me acercó.
–¿Seguro, doctor?
La puta madre, pensé. ¿Seguro? Otra vez las preguntas en las hemorroides. Pero no, gil, me dije. El tipo está más muerto que Perón, como dijo el muchacho. Igual me entró el terror. Hasta pensé en llamar a la ambulancia para que le hicieran un electro, o salir corriendo, abandonar la medicina, ponerme un kiosco, un lavadero de autos en la vereda, vender celulares como en los viejos tiempos.
–Sí, seguro –le dije al tipo. Intenté hablar con convicción.
–¿Y ahora cómo sigue el tema, doctor? –preguntó el bigotudo.
–Yo le hago la constancia de óbito –dije.
–¿Y?
Qué sé yo cómo mierda sigue este quilombo, me dije por dentro.
–Con la constancia de óbito hace los trámites en la cochería –dije.
–¿Y no hay que hacer un certificado de la defunción o algo así?
Y sí, hay que hacerlo pensé, le iba a decir que fuera al médico de cabecera pero el médico de cabecera seguramente estaba en la casa de fin de semana en Funes o en el caribe o de guardia en Pami. Entonces recordé que, cuando falleció mi suegra, el tipo de la cochería había dicho que ahí le hacían el certificado de defunción, y si quería hasta el pasaporte.
–Todo el trámite en la cochería –dije.
Hice el certificado, ausencia de latidos cardiacos, ausencia de respiración espontánea, pupilas no reactivas, pero no había visto las pupilas, qué cuernos, pero no tenía ganas o valor para dar vuelta al anciano y mirarle las pupilas. Si era un témpano, carajo.
Le di la constancia, y de algún modo con el coro de llantos y alguna pregunta a último momento que me convencía a dejar la medicina y ponerme un carrito en la Florida, me escabullí.
El muchacho bajó a abrirme la puerta y antes de irme le dije: “Lo siento”. Y como siempre me sentí un gil cósmico. “Lo siento”, siento un terror padre, me siento inseguro, eso sentía.
Me di cuenta de que no había preguntado ni puesto la hora del deceso. La recalcada madre, ¿y si el tipo había muerto recién? Debería haberlo masajeado, la reverenda madre, pero no, si estaba más frío que una roca en la luna.
Me subí al auto y en mi cabeza seguía el llanto del pibito, el gemido desgarrador cuando yo, como un perejil, dije: “Falleció”. Las mujeres abrazándose, el tarado del bigotudo preguntándome si estaba seguro. Claro que estaba seguro. Bigotudo imbécil. Y me volví a escuchar decir: “Falleció”.
Me vi a mí mismo paradito junto al cuerpo del anciano, manos en la cintura, mis lentes y mis rulos, mi barba (estúpido intento de parecerme al Che), diciendo: “Falleció”. Vi mis labios, mi lengua, mis cuerdas vocales contrayéndose y expandiéndose para aseverar ese hecho, esa patada al hígado de los familiares, del pibito.
La cosa era que ahora estábamos ahí con Triviño, matándonos de risa recordando la primera vez que habíamos hecho constancia de óbito. Y nos recontra matábamos de la risa, pero recontra, mucho, mucho.
Con los pibes de la facu nos alentábamos el uno al otro cuando había que rendir, no había mezquindades. Compartíamos apuntes. Yo aprobé Anatomía Patológica gracias al apunte de mi compañera Erna que fue al teórico de tuberculosis y anotó perfectamente todo el tema. Con los pibes de la facu salíamos de rendir y nos hacíamos preguntas y nos ahogábamos en el vértigo de las diferentes respuestas. Había que esperar una semana para saber el resultado así que nos íbamos a tomar todas las cervezas en el bar de la esquina que se llamaba Arritmia.
Triviño levantó la mano y con su vozarrón dijo: “Traeme dos cafés más, piba”. Y seguimos hablando y muriéndonos de la risa. Triviño de pibe era un reverendo malparido, no tenía ningún prurito en hacer la maldad más grande del mundo.
Con los pibes de la facu soñábamos con ser Favaloro, Houssay, el doctor Maradona y nos dimos cuenta que al recibirnos, finalmente, de algún modo, nos mandaban a miles de guardias llenos de ignorancias, de inseguridades, de terrores, de responsabilidades, de momentos frustrantes en que nos preguntábamos qué hacíamos en ese lugar. Como soldados en trincheras aprendíamos de otros médicos que teníamos al lado, aprendíamos de los enfermeros, de atrevernos, de meterle el pecho, aprendíamos del error y nos llevábamos esos errores como aguijones de remordimientos a la casa para toda la vida.
–Bueno, Triviño –le dije–, me voy a ir.
Me puse de pie, las dos manos sobre la mesa.
–Cómo nos matamos de la risa –dijo.
–Triviño, seguís siendo el mismo reverendo malparido, pero sí, cómo nos matamos de la risa –le dije.
Le pedí el número de teléfono, yo le di el mío.
Nos dimos un abrazo, yo salí primero y vi que él se iba para el baño.
Caminé por la vereda, dos, tres cuadras, el día terminaba, la noche caía, y otra vez tenía que volver a mi casa y mi mujer me diría que todavía no había arreglado el cuerito de la canilla, que otra cotorra se había muerto de frío porque yo la había dejado afuera, que mi vieja le rompía la paciencia con esto o con lo otro, que el hermano otra vez con esto o con lo otro, que yo nunca pensaba en ella, que era egoísta, que no la dejaba ser. Y la noche cayó y se hizo todo oscuro.
Con los pibes de la facu, desde que atravesamos facu, nos unió una fraternidad parecida a la de ciertos veteranos de guerra, sabemos lo que es ir a una guardia por primera vez, sabemos el terror de esa responsabilidad, de nuestra inexperiencia, sabemos lo que es suturar por primera vez, atender a un muchacho baleado, bolsear a un paciente arriba de una ambulancia, no dormir porque llega un paciente detrás de otro, ver morir a un paciente de un infarto, comunicarle a la familia que alguien ha fallecido. Con los pibes de la facu siempre estamos llamándonos para contarnos una nueva aventura, para preguntarnos alguna duda, para confesar que a veces nos sentimos tan solos y desamparados en este oficio que es el curar a la gente al mismo tiempo que tener esposa, padres, hijos, alquileres que pagar, enfermedades, nuestras propias enfermedades.
Llegué a la puerta de mi casa. Antes de poner la llave agarré el celular y lo llamé a Triviño.
–¿Qué pasa, loco? –me preguntó.
–No sé –le dije–. No sé.
Y se empezó a reír, y yo también.

Texto agregado el 11-12-2019, y leído por 91 visitantes. (1 voto)


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