A veces no hay nada mejor que mirar desde el anonimato el comportamiento de las personas en grupos y adivinar lo que esconden ciertas miradas de soslayo, muecas o el exceso de afecto, cuyos significados escapan a los directamente involucrados.
Desde mi asiento, tenía una visión privilegiada, se me daba una perspectiva inigualable.
Examinaba con atención la llegada de los demás pasajeros, quienes eran acompañados por sus parientes o amigos.
En general, parecían bastante felices. Salvando quizás un par de casos, la verdad es que no podían estar disconformes, pues por fin terminaban con aquellas uniones previstas por las circunstancias, la costumbre y la tradición, que duraron el tiempo justo antes de que revivieran las antiguas querellas. Mientras el conductor caminaba con su ayudante y comenzaban las despedidas, no pude evitar lanzar una sonrisa llena de ácida ironía contra todo ese montaje.
El bus partió y los anfitriones agitaban sus brazos y perseguían con la mirada a los viajeros. Algunos corrían junto al bus en un esfuerzo por capturar en el ser querido la misma emoción que ellos sentían, conociendo que dada la situación en que aquellos se encontraban, con una persona desconocida a su lado, debían responder sólo con una sonrisa forzada. Algunos entusiastas movían también los brazos o se levantaban de sus asientos, pero tenían una desventaja adicional, ya que debían cortar de improviso su felicidad al no ver el objeto de su gozo. En el andén, los otros, en cambio, caminaban, giraban y se reunían con personas amigas con las cuales extenderían su alegría y las cambiaría por otras.
Junto a mí, iba un señor delgado, efusivo en sus saludos, quien no pudo contener su alegría y quiso entablar una conversación, a partir de los problemas que le ocasionaba su antecesor, un hombre regordete y de mirada huraña que quiso cortar de la manera más radical su agrado y reclinó lo más que pudo su asiento. Mi compañero hablaba en voz alta para ser escuchado.
-Siempre tengo problemas en los buses, dijo, porque mis piernas son demasiado largas y las personas de adelante se corren con todo hacia atrás, lo que me produce molestias, más cuando tengo que viajar muy lejos.
A mí no me interesaba entrar en discusiones acerca de la distancia ideal entre asientos ni si el diseño de éstos se ajustaba a la ciencia de la ergonometría, ni en la pérdida económica de las empresas al poner pocos asientos o separarlos para hacerles en el gusto a los piernas largas u otros temas que astutamente sacaría; entonces, le dije que no debía maldecir su suerte, pues supe de un individuo sin piernas que fue el único en morir en un accidente porque al carecer de extremidades no pudo contener el golpe y se fracturó el cuello con el respaldo del asiento delantero. Ni siquiera sonrió con esta historia y al rato, luego de moverse más de la cuenta se fue a sentar junto a una viejecita.
Claramente eran dos personas con necesidad mutua, pues al instante la conversación fluyó entre ellos. La abuelita había ido de vacaciones a la casa de su hijo, lo cual se producía una vez al año. El tenía esposa y dos hijos.
Me sorprendió ver a la anciana; no la había visto en las despedidas y seguramente me perdí la rebosante alegría demostrada por su hijo y sus nietos al despedirse y los innumerables besos que los niños deberían haberle dado, mientras la madre de los pequeños los azuzaba a ello.
Así, yo, a quien más le cuesta mantener la mirada, buscaba los ojos de esas personas que más habían exagerado al despedirse; me inmiscuía en su intimidad y les hacía ver cuánto sabía yo sobre sus verdaderos sentimientos y amenazaba esa paz de personas solas, fracturada desde el momento en que se concretó la unión pasajera. Esta ocupación, era para mí muy entretenida y me procuraba gran satisfacción.
En esto estaba, cuando una idea al principio peregrina, comenzó a minarme y de paso a debilitar la fuerza e intensión de mi mirada.
Había viajado muchas veces fuera de la ciudad y debido a un corte en el camino por donde los buses se dirigían hacia el sur, estaban éstos obligados a realizar un largo recorrido por otra vía que conduce el norte. A pesar de saber esto, ya veía al bus seguir una ruta totalmente diferente a la que yo esperaba. La situación empeoraba pues me prohibía cualquiera tentativa por consultar sobre el destino de aquella máquina.
La idea, a pesar de los esfuerzos realizados por alejarla de mi mente, comenzó a germinar en mí. Poco a poco un sudor frío corrió por mi cuerpo. A pesar de la oscuridad reinante, creía que todos notaban mi cambio y yo mismo me delataba, pues desde entonces no pude permanecer un momento quieto; cambiaba constantemente de posición y mis ojos miraban hacia todos lados con espanto.
Trataba en mi asiento de abstraer, contra todos mis temores, el momento en que leí el cartel que indicaba el destino bajo el parabrisas del bus.
Esperaba convencerme de haber leído bien, pero al tiempo nacían fuerzas muy poderosas sustentando lo contrario. Mi mente era un torbellino y la fuerzas contrarias me exigían una mayor energía para mantener la certeza; pero mientras más se afirmaba ésta, más poderosas se hacían sus oponentes, en una dinámica de alimentación mutua.
Finalmente, la cosa llegó a tal grado que ni siquiera estaba seguro de haber leído el cartel; más aún, dudaba de su existencia. Sin embargo, debía haber un destino y una palabra impresa para dar seguridad a las personas.
Aquella, finalmente, se presentó en mi mente, pero inmediatamente comenzó a mudar; las letras se dislocaban, se fracturaban, giraban y se movilizaban para formar al terminar el proceso otra palabra, la señal de otro destino. Entonces, sobre el parabrisas estaba escrito el nombre de otra ciudad que no deseaba ni siquiera conocer.
"Esto no puede ser", fue todo lo que atiné a pensar y caminé por el pasillo para informar lo más dignamente al conductor mi intensión de bajar. No estaba en condiciones de dar explicaciones, por lo que callé; sin embargo, intuí que todos sabían lo que me pasaba.
El bus se detuvo y antes de que el junior abriera el portamaletas, fui a examinar la palabra impresa en el cartel. Ella era en efecto la que por decirlo de alguna manera "debía ser", pero en el acto se produjo una nueva transformación . Arica o Vallenar eran de repente sólo dos palabras, una suma de letras y líneas, nada más que eso y el viaje hacia una u otra ciudad era eso, solamente un viaje, siempre hacia adelante, por lo que no conociendo mi propio horizonte geográfico ni el de la máquina, no estaba seguro del lugar al que podría haber ido.
Al recibir mi equipaje, el junior me preguntó si estaba bien, si tenía algún problema y cosas por el estilo, pero adivinando en su sonrisa socarrona segundas intensiones, lo despaché con un mal gesto.
Al partir el bus, las personas de las que antes me había reído comenzaron a mostrarse a través de las ventanillas y con sus manos a manera de altavoz, me lanzaban insultos.
En un primer momento, estaba desconcertado y bajé la mirada, pero luego obtuve una nueva certeza que me devolvió la seguridad.
Supe que si las letras cambiaban tan rápidamente, aquellas personas no sabían verdaderamente adonde iban. Algunas, sólo una quizás, había podido dilucidar el destino de aquel bus y por sobre los cambios que se producían descubrir cual era el verdadero. Yo, que nada sabía al respecto había hecho bien en bajarme.
La noche reducía todo a formas difusas e irreconocibles. Arboles, rocas, todo estaba dividido únicamente por la línea del pavimento que me antecedía siempre. Caminé durante muchas horas hasta encontrar la carretera principal, la que me conduciría efectivamente hacia el sur. Entonces desprecié a los buses que pasaban y le pedí a un camionero que se desperezaba y se disponía a seguir el viaje, que me llevara. |