EL CENICERO PARANORMAL
¿Dónde echar la ceniza?, en el cenicero, parece obvio. No obstante, obviemos las obviedades.
Al lado de mi mesa, en el trabajo, casi todos los días deposita su carisma Viriato Falcó. Es un comercial nato y altísimo, de aspecto hiperatlético a pesar de rondar los cincuenta. Alguna vez ha dejado caer que de más joven fue deportista. Ahora fuma puros y suelta “mariconadas”. Además, y como él dice, normalmente no tiene “ni puta idea de que va ésto”, y “éso es la hóstia”. Incordia a más no poder, pero el muy cabrón jamás pierde ese porte tan insultante de tan digno. Todos los días me pide “compartir la escupidera”.
Sí, a pesar de la pasta que se mueve allà, en la oficina sólo hay un cenicero para los dos, de modo que lo colocamos en un espacio intermedio y, como no, lo “compartimos”. La verdad es que no me molesta ni apenas ni siquiera en absoluto. En el fondo me cae bien este sujeto, que bien que sirve para alegrar la vida. Además, seguro que debe andar piropeado por todas las mujeres, y eso siempre nos jode a los demás. Y como pudiera ser que pensaran que me corroe la envidia, me callaré. Pero el problema no es Viriato Falcó. El problema –ya lo he dicho- es negro y con tres muescas para depositar los pitillos. El problema es un cenicero, un cenicero paranormal, que aparece y desaparece como Freddy Krugger. La verdad es que andamos los dos bastante acojonados. Y estamos presos de la ansiedad. Ya ni podemos trabajar. Nos miramos sorprendidos el uno al otro y rezamos para que al volver la vista al medio, el cenicero continúe allí. Pero muchas veces ya no está, y se nos lleva mi camel, y su puro recién estrenado. Todo ello de una forma tan grosera y tan desconsiderada que los dos lo pasamos francamente mal. Para que voy a decir otra cosa. ¿Teorías al respecto?, tenemos varias. Lo lógico es que ambos dos estemos locos. Esto, aunque paradójico porque lo diga yo, resulta en cambio bastante razonable. Explicaría tanto la desaparición del cenicero, como el hecho de que los dos trabajemos en semejante tugurio, o que nos enchufemos un cigarro antes de las ocho de la mañana todos los días. Sin embargo comprenderán que resulte un poco incomodo reconocer que uno está sonado. Así que hemos optado por elaborar otras hipótesis. Principalmente para que no nos paralice el horror.
La primera de ellas -obra mía- supone que es el cabrón de Falcó el que me está “dando por el culo”, y esconde el cenicero cuándo yo estoy de espaldas, quién sabe, incluso, si para fumarse después mis colillas. La segunda teoría -de Falcó- es complementaria a la anterior, y postula que soy yo quién birla y repone el objeto con perversidad. Las hemos discutido las dos en varias ocasiones con gran ardor, con hematomas y sin conclusiones definitivas. No obstante, tras constructivas reflexiones por parte nuestro superior, optamos por desarrollar una cuarta teoría con su ayuda que, de momento, esta aún en fase puramente experimental. La suposición fundamental de éste nuevo modelo explicativo se basa en una sutil apreciación: no importa que el cenicero fantasma exista o no, ni siquiera importa que a nosotros nos importe, eso es una cuestión baladí.
Cómo verán es una hipótesis de corte psicológico y bastante arriesgada por innovadora. Nuestro jefe, Don Hermenegildo Valdecabres, expresó con diáfana claridad el plazo de un mes para constatar la capacidad predictiva de la teoría.
De momento, llevamos más de una semana y en el cenicero se siguen amontonando mis delicadas colillas de camel entre sus asquerosos y malolientes puros.
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