El 39
El 39 es mi colectivo favorito, lo tomo a menudo para ir al centro de la ciudad, sobre todo cuando no funciona el metro. Nunca me ha fallado, no demora mucho en pasar y teniendo en cuenta que va por una gran avenida, es bastante rápido. Pero esa tarde algo raro pasó. Me subí en mi parada habitual, sin ningún tipo de inconvenientes, hasta que en un momento dado, cerca del siguiente alto, el autobús clavó los frenos y una señora que recién se había subido y que estaba con un andador, se cayó al instante golpeándose fuertemente la cabeza contra el borde de uno de los asientos.
El chofer, un joven muy correcto y educado, salió a socorrerla pero ya fue tarde. La anciana no soportó tremendo golpe, la sangre llegaba hasta la mitad del colectivo, como en forma de una cuenca roja con sus afluentes y todo. La gente quedó como en estado de shock sin saber qué hacer. Afuera, una orgia de bocinas amenizaba la escena dantesca.
-Pidamos una ambulancia, gritó alguien del fondo.
-Yo estoy llamando al 107, dijo una mujer que estaba sentada justo delante del cadáver. Me dicen que llegan en 10 minutos.
-Ya pedí un relevo. Se bajan y siguen en el colectivo que viene detrás, vociferó el chofer.
El transito quedó paralizado en la avenida, creando un cuello de botella que se desvió para otra calle. Una mujer que parecía saber algo de medicina trató de reanimar a la pobre mujer, pero sin resultados. Otra le tapaba los ojos a su hijo para que no viera semejante escena. No se me ocurrió otra cosa que cubrirle la cara con un pañuelo que la misma anciana llevaba en la cartera.
A los pocos minutos apareció el otro ómnibus. El chofer anunció que descendíamos y subíamos al otro autobús. La gente se posicionó en fila detrás de las puertas pero estas no se abrieron. El hombre insistió desde su asiento pero estaban trabadas. Esperamos unos segundos pero todo siguió igual.
El chofer del otro colectivo le dio indicaciones al nuestro, pero era inútil, por algún raro mecanismo las puertas se trabaron justo después del frenazo. Pero eso no fue todo. De algún lado que no podíamos determinar exactamente, comenzó a entrar un humo denso. Se escucharon algunos gritos que venían del fondo.
-Se incendia el motor, gritó un hombre que parecía entender algo de mecánica.
-Soy claustrofóbica, grito otra, que pedía agua a gritos.
-¡Llame a los bomberos!, le indicó otro pasajero, al joven conductor.
El chofer miraba atónito desde su asiento sin poder reaccionar, mientras discaba a los bomberos desde su teléfono móvil. No podía creer lo que estaba sucediendo esa tarde primaveral, tan normal, apacible y soleada como cualquier otra. Hacía apenas un segundo todo era amor y paz y ahora se encontraba de pronto en un infierno incontrolable.
La gente comenzó a impacientarse y no era para menos, ya que el humo iba en aumento y las puertas no se abrían por nada del mundo. Entre varios pasajeros abrimos todas las ventanas que pudimos, pero el humo que venía de afuera parecía ser más denso que el de adentro. Los bomberos se sentían venir desde lejos; a medida que el volumen de la sirena iba in crescendo, las probabilidades de salir con vida del 39 aumentarían, pensé. El público en la calle nos observaba como si estuviera viendo una película de terror en vivo y en directo.
-¡Agua, por favor, una señora se descompuso por acá!
-¡Aire!, gritaba otra con un abanico español.
Varios pasajeros y yo organizamos una cadena para el agua que nos enviaba desde afuera la gente del otro colectivo. Los bomberos no tardaron en comenzar su tarea, empezando por el motor, lo que parecía ser el foco desde donde se habría iniciado el incendio. Cuando el humo amainó un poco, gracias a las que ventanas que estaban abiertas, descubrimos que la víctima no era solamente la señora del andador, sino que había varias más, quizás por el humo o por la súbita frenada.
Los cadáveres habían ascendido ya a cuatro, los apilamos como pudimos para hacer lugar en una suerte de salida improvisada que armamos sobre una de las ventanas. Como estas eran chicas, había gente que no pasaba, sobre todo una señora muy gorda que estaba sentada adelante. La tranquilicé diciéndole que pronto se abrirían las puertas y ella saldría caminando. No solo las puertas no se abrieron sino que el agua había empezado a subir inundando el colectivo. Les avisamos a los bomberos que pararan con el agua pero estos simulaban no escuchar, hasta que de pronto cesaron con su tarea.
El agua nos llegaba casi a las rodillas y subía muy rápidamente. Pero ¿de dónde venía tanta agua, si los bomberos ya habían culminado su tarea? La respuesta nos vino de afuera, y no era que el agua subía, sino que nosotros nos hundíamos en la calzada que se abría de repente como un cráter, ¿y este pozo como surgió, nos preguntábamos? La gente que no sabía nadar sucumbía ahogada al instante y quedaba flotando en el colectivo tapando las salidas que nos habíamos fabricado.
No tuvimos más remedio que sacar los cadáveres por las ventanas, pero no sabíamos qué hacer con el más grande, el que no pasaba, el de la señora de adelante. Nos miramos a los ojos, como adivinando lo que sucedería; había que cortarlo, no quedaba otra, ya que nos taponeaba la salida de agua y nos quedaba poco tiempo de oxigeno. Fue lo que hicimos, tomamos algunas herramientas que estaban debajo del asiento del chofer y procedimos, ayudados por una mujer sobreviviente que había estudiado algo de medicina. Esto generó cierto revuelo entre los espectadores a tal punto que nos pedían repetir la escena con otro pasajero.
Estábamos atrapados en un hoyo infernal, primero de fuego y humo, y ahora de agua. Como el bache se abría cada vez más, la gente que se había apilado alrededor nuestro se corrió un poco para ver la escena desde más lejos. Nos sacaban fotos y filmaban y algunos parecía que hacían apuestas sobre el desenlace fatal. La ambulancia apareció y también se unió a las gradas para presenciar el espectáculo. Estábamos solos y a nuestra merced. El ómnibus se hundía y cada vez éramos menos los que sobrevivíamos. La gente del público parecía alegrarse con esto y celebraba desde la calzada. El agua ya estaba casi por nuestros hombros, ni al chofer ya se lo sentía. Uno a uno empezaba a desaparecer del colectivo.
Repentinamente se produjo un silencio total y una gran oscuridad. Supuse que nos habíamos hundido del todo. Se escucharon aplausos que venían desde la avenida, como festejando que al fin nos habíamos hundido. Era curioso porque yo misteriosamente seguía con vida, y podía ayudar a algunos sobrevivientes que aún deambulaban perdidos o nadaban entre los asientos del colectivo. Súbitamente el agua empezó a bajar, pero no se veía nada hacia afuera, estábamos hundidos en la tierra literalmente. Pero ahora realmente el silencio era total, los pocos sobrevivientes ya no lo eran tanto y habían pasado a formar parte de esa masa informe de cadáveres que flotaban o simplemente se atoraban entre los asientos como buscando el descanso eterno.
Intenté escapar por una de las aberturas, me subí como pude y salté al vacio. Encontré un túnel, una alcantarilla que me guió hacia la salida. No estaba muy lejos, era solamente seguir a una luz difusa que se vislumbraba en el fondo. Cuando llegué a esa luminosidad me trepé por una escalera oxidada acompañado de una rata silenciosa. Salí afuera, salí justo a la avenida y como todavía tenía tiempo de llegar a la oficina, me tome el primer 39 que pasó. Al chofer lo reconocí, a los demás no, salvo a una mujer que se sujetaba con un andador.
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