Desaparecer como si nunca hubiese existido
Carlitos despertó con el corazón golpeándole el pecho, transpirado, las sabanas revueltas, la almohada caída a un costado en el suelo. Se sentó en la cama. Le costó reconocer donde estaba; la foto del hijo en la pared, la puerta que daba a la cocina, el olor de la casa, claro, estaba en su casa, para su alivio. La pesadilla de la celda, los barrotes, la cama desvencijada, el olor a cárcel, había sido eso, una pesadilla. Hacían ya unas cuantas semanas que estaba en libertad. No estaba arrepentido de aquella noche: los tiros, el auto subiéndose a la vereda, la repentina aparición de la policía, las patadas que le dieron en las costillas, las esposas. No estaba arrepentido. Por qué lo estaría. Era la vida que le había tocado, eran los riesgos que una persona como él tenía que correr. Pero era verdad, ahora quería hacer otra cosa. Cuando salió de la cárcel y vio a su hijo, un chico ya crecido, hermoso, sonriente. Había decidido cambiar, no quería que nadie más sufriera por él. Fue hasta la cocina, se sentó a la mesa, el sueño había sido tan real, todavía podía sentir en la carne la desesperación de estar en una celda.
La luz entraba desde la calle a través de una abertura y lo iluminaba ahí sentado a la mesa. La pava, la yerbera, el pote de azúcar, sus sombras se proyectaban oblicuas sobre el mantel. El mate estaba frío, la yerba compacta y húmeda. Estuvo mucho tiempo pensando. Podía sentir el frío de la celda. Creía que si cerraba los ojos cuando los volviera a abrir estaría preso. Pero no los cerró. En cambio recorrió la cocina con la mirada y observó la torta sobre la mesada, todavía sin decorar. Se paró y se acercó a la torta. La olió, un agradable aroma, aroma a cumpleaños, la sonrisa de su hijo, la alegría, los amigos, y él que era un pobre tipo, un imbécil que no le podía regalar nada. Un fracasado. Un golpe en la mesa. El puño que le quedó doliendo, temblando, las lágrimas en los ojos. Salió a la calle y no pensaba en nada, sólo en arrebatar un bolso, una cartera, algo, para hacer unos mangos y comprar un regalo.
Caminó varias cuadras. Iba perseguido, mirando para atrás, a un lado, al otro. Cruzaba las calles, esperaba en alguna esquina, atravesaba las plazas. Una anciana llevaba un changuito y un monedero voluminoso bajo el brazo. Esta es la mía, pensó. Se acercó y cuando la tuvo a tiro, cuando hubiera sido solo necesario estirar la mano y salir corriendo, pasó de largo, se alejó. Lo mismo le pasaría más tarde con un viejo que llevaba un bolsito de cuero, y un pibe con una mochila que parecía ir al club, no pudo. Por qué no podía. No quería arruinarle el cumpleaños a su hijo, no quería que algo saliera mal y caer en cana justo ese día. Además de que les había prometido cambiar. Así que volvió a la casa, silbando por lo bajo, con las manos en los bolsillos, y se sentó en la cocina y dijo que había ido a buscar alguna changa. Su mujer, decorando la torta, se dio vuelta, y le dijo: Nicolás te andaba buscando para una changa. Y a él que se le iluminaron los ojos, y pensó que Dios lo había recompensado por no haber robado esa mañana. Salió para lo de Nicolás como disparado con un revolver y a las dos de la tarde estaba descargando ladrillos desde un camión volcador.
Nicolás era un vecino. Uno de los pocos que le daba bola porque la mayoría de la gente en el barrio se la tenía jurada por malandra. Había un camión lleno de ladrillos y el deber era bajarlos en una obra en construcción. Ahí estaban, Nicolás y él, uno arriba del volcador, el otro abajo, pasándose los ladrillos. Era un día soleado. El hombre hablaba hasta por los codos.
Yo desde que descubrí el casino me cambió la vida, dijo.
Carlitos lo escuchaba.
El tipo contó como ganaba jugando a la ruleta, al Black Jack y a las máquinas traga monedas. Según él, duplicaba el sueldo siempre. En algunas ocasiones hasta lo triplicaba. Había formas concretas de ganar. Por ejemplo en las máquinas, tenías que recorrer el casino observando. Si había una máquina que no pagaba, y el tipo que jugaba se iba, había que jugar ahí porque seguro que después de tanto tiempo sin pagar ahora lo haría. O si había una máquina que pagaba mucho y el tipo que estaba ahí se retiraba con la máquina todavía “dulce” te tenías que meter porque seguro que seguía pagando. Nicolás se sabía toda una serie de martingalas para ganar y según él eran infalibles.
Decime, si salen tres números seguidos de la primera docena, seguro que el cuarto que sale es de la tercera docena, es obvio ¿Entendés?, le decía Nicolás a Carlitos.
Después interrumpiendo el trabajo, con un palito en el piso de tierra, le dibujó el paño de la ruleta y le explicó como funcionan las probabilidades en ese juego. Las jugadas que nunca fallaban. Carlitos sentía una efervescencia en el cuerpo. Como si le hubieran revelado el secreto de la eterna felicidad. No veía la hora de terminar con los ladrillos y rajar para el casino.
Ladrillo por ladrillo, los cientos de ladrillos, el polvillo en la ropa, en la nariz, el tono naranja en las manos, ladrillo por ladrillo, el sudor, el esfuerzo, terminaron finalmente de descargar todos los ladrillos bajo el sol agradable de esa tarde.
Nicolás, sabés una cosa, me voy para el casino…, le confesó Carlitos.
El hombre levantó la mirada, sorprendido, una sonrisa de oreja a oreja.
Mirá, pibe, aprovechá bien la guita. Hacé así como te voy a decir…
Necesito cuatrocientos mangos para comprar unas zapatillas a mi hijo, es el cumpleaños.
Nicolás le apoyó la mano sobre el hombro como si fuera a decirle un secreto.
Carlitos, tenés cincuenta pesos. Jugá al rojo o al negro en la ruleta, si ganás duplicás. Primero pispeteá, si sale varias veces el rojo, entonces después jugá al negro. Con eso duplicás. Cincuenta, cien, doscientos, cuatrocientos, si hacés como te digo en cuatro jugadas tenés la guita.
Carlitos se fue entusiasmado para el casino, con la mano en el bolsillo apretando el billete. Sentía que su vida iba a cambiar. Basta de choreo, basta de corridas, basta de arrebatos, nunca más la cana, la cárcel, el abandono, la miseria. Se pondría a laburar y duplicaría, triplicaría, cuadriplicaría la guita en el casino. Nicolás le había revelado un secreto sensacional. Gracias, Nicolás, gracias. Y cuando fue entrando en el casino, cuando vio las luces, las palmeras, los autos caros en el estacionamiento, las puertas vidriadas, el mármol del piso, la gorra de los agentes de seguridad, cuando vio tanta gente yendo a derrochar plata en esas máquinas fue como si le bajaran un telón oscuro delante de la nariz. Tanta guita, tanta gente, y yo con un mísero billete de cincuenta en el bolsillo. Atravesó el shopping y se detuvo en la casa de deportes. Observó las pelotas, las camisetas de fútbol, de basquet, las raquetas, las zapatillas. Aguzó la vista y miró la gente dentro del local. Había una pibita mirando remeras escotadas. Dos muchachos acariciando una pelota. Un tipo dándole golpecitos al encordado de una raqueta. Y un hombre con un pibe que parecía ser el hijo. Miraban una camiseta de la selección. Carlitos se quedó observándolos. Les cambió la cara, la ropa, el cuerpo, y se quedó viéndolos y de pronto ese hombre y ese chico, fueron Carlitos y su hijo revisando zapatillas. Estuvo así, en ese trance varios minutos, hasta que por esas cosas de la vida el hombre pareció percibir que lo observaban y se dio vuelta y lo miró a los ojos. Carlitos se encontró con la mirada. Sorprendido, bajó la vista y se alejó caminando para definitivamente entrar en el casino.
El sonido sicodélico de las maquinitas, metálico, electrónico, las luces como chispas, destellos; el olor a vicio, el murmullo, los gritos de alegría, de dolor; los gestos, manotazos de frustración, manotazos de logro, manotazos desesperados. Atravesó el casino como si fuera un condenado gladiador y caminara hacia el centro del coliseo. Se paró junto a la mesa de la ruleta. Observó a los jugadores. Los grandes jugadores. Un toco de fichas acá, otro allá, varios más acá, todas las fichas desparramadas, le apostaban a casi todos los números. No entendía nada. Cuánta guita. Dios mío. Había unos chinos, apostaban fichas cuadradas grandes que parecían de doscientos pesos. Cuánta guita, la puta madre. El chino puso un toco de cinco fichas en el doce. Mil pesos. La puta madre. Colorado el treinta y seis. A la mierda. El croupier que arrasó con los mil pesos enteros y el chino empedernido que volvió a poner otro toco de mil en el doce. Una fichita, si me dieran una fichita de esas. Vaciló unos instantes. Sacó el billete de cincuenta y pidió una ficha. Un gordo de bigote tomaba whisky. Lo miró cuando Carlitos pidió la ficha. Carlitos se la guardó en el bolsillo como si no fuera a jugar. El gordo le sonrió, Carlitos sonrió por compromiso. El hombre puso un toco de fichas en el diecisiete. Carlitos esperó, observó, pispeó como le había dicho Nicolás. Negro el diecisiete. El gordo había clavado un pleno. Carlitos observó, pasmado, como recogía el montón de fichas ganadas. Hagan sus apuestas. El hombre apostó al quince, otro toco de fichas. No va más. La bolita blanca girando azarosa, agitada, vibrante, saltarina, y vaciló entre un número, el otro, negro el quince. El gordo sacó otro pleno. Negro otra vez. El hombre con las dos manos llevó hacia su rincón el montón de fichas. Carlitos que no se decidía a apostar. Observaba el paño verde, negro, rojo, con números blancos, sentía a las personas hablar, el sonido alborotado de las maquinitas tragamonedas, el olor del casino. El gordo puso un toco de fichas en el veintiocho. El toco se desarmó y el tipo volvió a acomodarlo, gentilmente, como si se tratara de niños. No va más. La bolita que giraba, enérgica, caótica, cruel, impredecible, negro el veintiocho. Otra vez. El gordo. Carlitos le miró el culo al gordo, definitivamente era un gran culo. El tipo venía sacando plenos, uno atrás del otro. ¿Y si jugaba en el mismo lugar que el gordo? O mejor no. Mejor hacía lo que dijo Nicolás. Tres veces seguidas salió negro. Entonces ahora saldría rojo. Según la martingala infalible de Nicolás saldría el rojo y en cuatro aciertos tendría los cuatrocientos pesos. Pero si jugaba donde el gordo y sacaba un pleno, tendría, pagarían, treinta y seis veces cincuenta. Era un número tan grande que ni idea de cuánto era. Sintió la saliva en la boca, la presión en las sienes, vértigo. Agarró la ficha entre dos dedos. Los bordes de la ficha eran lisos, y suaves al tacto, y podía sentirla como una galletita o un chocolatín. Vaciló. Movió la ficha de un lado a otro. Nicolás, confiaría en Nicolás. Saldría el rojo. Si apostaba donde el gordo ganaría mucho más, pero la ambición, no era bueno ser ambicioso. La ficha en el rojo. La apoyó con cierta crudeza, como si se desahogara, con un golpecito seco como el del taco de una mujer. No va más. No va más. No va más. Retumbaron esas palabras en algún lugar de su conciencia. Unas zapatillas. Esa imagen se le vino a la cabeza. Podía escuchar el girar vibrante de la bola sobre la ruleta. Pudo ver los rostros alrededor. Las miradas expectantes. La angustia, la alegría, la ansiedad, la tristeza, la euforia, el whisky, el Fernet, la bola, tic, tic, tic, se detuvo, finalmente. Carlitos observó al croupier mientras bajaba la cabeza para observar el número, el número elegido, sorteado, elegido por el destino, por la suerte, por Dios. Rojo. Negro. Rojo. Rojo. Rojo, por favor. Carlitos pudo ver cuando el croupier comenzó a mover los labios, abrió la boca, todo estaba en silencio, todos los sonidos del casino se habían apagado y sólo retumbaba ahora la voz del croupier, anunciando, pronunciando, el número, el color, las zapatillas, Dios mío, las zapatillas, el cumpleaños, el hijo, volver a casa, empezar una nueva vida, trabajar, duplicar el dinero en el casino, nunca más a la cárcel. Una sensación fría le subió como una anguila desde el recto a la nuca cuando escuchó negro el diez.
Negro el diez.
Negro.
La martingala de Nicolás.
La reputa madre que los reparió.
Se quedó inmutable, petrificado, mirando el paño, mirando como se llevaban su ficha desde el rojo, sintiendo el vacío de quedarse sin nada. Se quedó ahí, absorto, inmóvil, y la gente volvió a apostar, a moverse, las fichas sobre el paño, no va más, y la ruleta que giraba, y la bola, y un nuevo número. Y hagan sus apuestas, otra vez, varias veces, las fichas, las manos, la gente, y él quieto, junto al paño, mirando el paño. Hasta que el croupier, señor, si no va a seguir jugando por favor hágase a un lado, y él que lo miró, no sintió odio, ni rencor, ni tuvo ganas de golpearlo, ni nada, se corrió a un lado y sintió algo en el alma que él solo pudo relacionar con la muerte.
Caminó por el cantero central de la avenida sin mirar a los costados. Llegó hasta el puente de avenida circunvalación, y subió y fue hasta el centro del puente. Se sentó con las piernas colgando. Los autos pasaban allá abajo. Sintió el vértigo de la altura, de la velocidad de los vehículos. Pensó en el hijo. ¿Cómo habría quedado decorada la torta? No pensó en la ficha de cincuenta pesos, en la martingala de Nicolás, en si hubiera jugado en el lugar del gordo. Vio a lo lejos un ómnibus de dos plantas, alto. No supo por qué, pero se imaginó que el colectivo venía lleno de chicos en un viaje de estudios. No supo por qué, pero pensó que el colectivo no podría pasar por debajo del puente. Era demasiado alto. Se acercaba, veloz.
Carlitos se puso de pie. Clavó la mirada en ese ómnibus. El techo del vehículo no pasaría por debajo y sería arrancado de lleno. Una gran explosión. Decenas de cuerpos de chicos desparramados sobre la avenida, el coche incendiándose. Algunos chicos todavía vivos, envueltos en llamas correrían desesperados. Uno de ellos, uno a quien las llamas lo habían atrapado, correría y se arrojaría sobre el pasto y se revolcaría hasta que se apagase el fuego. Carlitos iba a acercarse, para ver si estaba muerto, y sí lo estaba, y Carlitos se quedaría mirándole las zapatillas, unas zapatillas nuevas, pero chamuscadas, derretidas, deformadas y oscuras.
El colectivo se acercaba, y él se paró sobre el puente, y cuando el vehículo estuvo a unos metros, tan alto y delgado, y el puente tan estático y concreto, Carlitos levantó los brazos, y los extendió hacia delante, y abrió las manos como si quisiera detener el ómnibus, y cuando el encuentro entre el coche y el puente fue inminente cerró los ojos y pegó un grito. No hubo explosión, ni fuego, ni cuerpos desparramados. Escuchó el zumbido del ómnibus que pasaba por debajo del puente y se dio vuelta para verlo alejarse. Un número gigante estaba dibujado en la parte de atrás. Lo vio como se hacía más pequeño, a la distancia, como se sumergía en la luz del sol que ya bajaba hacia el final de la tarde, y luego el colectivo desapareció, como si nunca hubiese existido.
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