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Esa tarde fue extraña. No estuvo la brisa que refrescaba el ambiente. La Luna esa noche iba a ser nueva. La oscuridad la combatiríamos con las luces encendidas. Ya era habitual escuchar ruidos al caer la noche. Una cabaña de veraneo es un lugar desconocido con sus propios crujidos. Un hogar pasajero con su propia personalidad, con sus propias quejas y dolores de edad.

Nos aprestábamos a dormir cuando una inesperada ráfaga de viento frío irrumpió de golpe azotando la puerta de acceso a la cabaña. Al principio solo nos pareció una voluble manifestación de la naturaleza, luego de que la luz se interrumpió por unos breves segundos, nos pareció estar en medio de unas sombras que danzaban a nuestro alrededor. Expectantes mirando. Parecían estar reconociendo si el ambiente era lo suficientemente acogedor. Me costaba trabajo querer fijar la vista en las sombras, para buscar alguna imagen que le permitiera a mi imaginación disimular el temor a lo desconocido que me había invadido. Esfuerzo que se apoderó de mi cabeza con un dolor punzante justo en medio de los ojos. Un dolor que hace tiempo no había sufrido. Fue solo cuando regreso la luz que los vimos brevemente por primera vez. Una familia completa se había invitado a compartir la cabaña con nosotros.

Un matrimonio de aspecto nórdico, con dos hijos sonrientes de buena apariencia. Todos ellos de una tez blanca envidiable y ojos azules transparentes como el agua que desciende de la cordillera. Todos los hombres tenían una cabellera sedosa, que matizaba entre miles de tonos amarillos que opacaban la plana luz del Sol. La mujer, con un rostro delicado recubierto de una piel de porcelana, era la única que antagonizaba con su cabellera negra, que lucía unos tonos casi azules de una negrura agradable a la mirada. Eran por sobre todo hermosos, pero el hecho que no nos dirigieran alguna palabra despertó en mí, la alarma de que nuestras vidas podrían estar en riesgo.

Quedamos parapetados en el baño. Lo único que nos apartaba de ellos era una débil puerta interior sujeta por una enclenque chapa de privacidad. Esa noche no pudimos dormir ni siguiera apagando la luz, Ana y mi pequeña recostadas en esa pequeña cama improvisada de toallas sobre la tina y yo sentado alerta sobre el retrete. Afuera no se escuchaba nada anormal. Nada de ruido. No habían conversaciones de ningún tipo, solo el ruido del pequeño bosque cercano que inundaba de normalidad nuestra estadía y un incómodo haz de luz que se colaba por debajo de la puerta, delatando la sombra de unos pies que se plantaron para hacer guardia durante la noche.

Habían transcurrido casi tres horas desde la irrupción cuando el reflejo de los pies desapareció. Luego se escuchó un decidido portazo. Al parecer habían abandonado la cabaña. Esperaba con todo mi corazón que eso hubiese ocurrido. Puse a Ana en alerta y me dispuse a abrir lentamente la puerta del baño para observar si ya se habían ido. Desde allí se podía ver la puerta del dormitorio principal entreabierta con la luz encendida. Tras ella estaban la mujer y el hombre abrazados. La mujer con su cabeza apoyada sobre el pecho del hombre y el hombre con su cabeza inclinada. A simple vista, él parecía mantener una postura de consuelo, luego reparé en su estatura, una altura no habitual de más de dos metros treinta. Lo cierto es que el cielo interior de la cabaña en los dormitorios no sobrepasaba los dos metros diez, suficiente para el promedio de quienes la alquilaban. Ambos proyectaban una imagen tan conmovedora de afecto sin límites entre personas que se aman. En silencio. Sin miradas. Un abrazo sin mediar palabras. Entonces fui invadido por un fuerte deseo de salir del baño y acercarme a conversar con ellos. Después de todo, me resultaba difícil creer, que quiénes diesen esa muestra de afecto desbordado, pudiesen hacernos algún daño. Miré a mi pequeña que permanecía con sus ojitos negros cerrados en una pasividad y confianza que me hizo desistir de ese arriesgado impulso.

A la mañana siguiente y como se hizo costumbre a todas las mañanas de los días siguientes, la tensa tranquilidad se disipaba por un insistente y respetuoso golpeteo sobre la delgada madera de la puerta, a la que yo respondía entre abriéndola con acostumbrada precaución. Acomodaba el ojo derecho para ver y allí estaba sobre el suelo, al alcance de las manos: una bandeja llena de apetitosos manjares dulces y salados, hipnotizantemente fragantes, que invitaban a comenzar un nuevo día con un abundante y delicioso desayuno. Cada vez me era más difícil no dejarme seducir con el alucinante placer de saborearlos.
La primera mañana, saqué rápidamente la pierna derecha y con una fuerte patada derramé todo el contenido de la bandeja. Fue en ese momento que pude ver el rostro de la mujer con mayor detalle. Se acercó servicialmente a recoger el desastre. Tenía un rostro con una fineza y armonía adorable. Pude sentir, como brotaba de esos enormes y transparentes ojos azules, una tristeza desbordada que enjugaba sus tersas mejillas con lágrimas cristalinas. Yo había sido el causante de esas lágrimas. Me sentía un animal acorralado, mal agradecido.
Un dolor se coló en mi alma y encendió un sentimiento de culpabilidad que ha ratos me sobrepasaba. Quise salir y disculparme, pero la situación de desprotección en que podría dejar a mi familia si me pasaba algo, me lo impidió.

Al inicio de la tercera noche me despertaron unos gritos, presumiblemente del menor de los convidados de piedra, un pequeño que no sobrepasaba los cuatro años de edad. Sin pensar en nada, quizás porqué aún estaba algo dormido o quizás porqué presentía que podía estar en problemas, abrí la puerta y salí del baño, tratando de determinar de donde habían provenido los desesperados alaridos. Tras de mí , Ana se incorporó rápidamente para asegurar la puerta. Grande fue mi sorpresa, al ver el pequeño cuerpo del niño tendido sobre la cama del dormitorio contiguo al baño. Un reflejo de luz que provenía del comedor, iluminaba su rostro cubierto por una bolsa de plástico transparente empañada. Sus gritos se habían ahogado. Estaba en un estado de soponcio, más muerto que vivo o por lo menos eso me pareció al retirar la bolsa de plástico de su cabeza y buscar un pulso que no pude encontrar en su frágil y frio cuello. Parecía apaciblemente dormido, con un semblante que hacía suponer que eso había sido lo que su alma ansiaba. No era la mueca que uno esperaría. Un vestigio de la burla de la muerte plasmada en su rostro, luego de truncar la vida que escurría a borbotones a esa inocente edad.
Quedé absorto mirando sus delicados rasgos y su hermosa cabellera amarilla. Una sombra que se posicionó delicadamente sobre su rostro húmedo e iluminado, que se proyectaba desde mis espaldas, mucho más densa que la que yo producía sentado admirando su rostro, me sacó abruptamente de mi estado de somnolencia. Volteé la cabeza. Una hermosa figura a torso desnudo se delineaba en el marco de la puerta, expelía haces de luz a su alrededor como una impactante aparición sobrenatural. Era su hermano mayor. Su rostro afable esbozaba una sonrisa amorosa. Un expresión cargada de agradecimiento, causada quizás por mi pronta reacción a la llamada de ayuda. Sentí una lastimosa herida en el alma por no haber llegado segundos antes, acompañado de un sentimiento de culpabilidad de ver el rostro del hermano resplandeciente, reflejo confiado de un desenlace favorable al acontecimiento. Comencé a sentir pequeños toques de un hielo seco sobre mi brazo, como si lo hubiese tenido totalmente desnudo. Puntaciones que subieron hasta mi rostro y que se apoderaron de mi precario estado de atención, haciéndolo estallar en un estado de terror visceral que me puso en pie. Salí huyendo. Derribando todo a mi paso, incluido el pétreo cuerpo que obstaculizan la puerta de entrada al dormitorio. ¡Estaba vivo! ¡Estaba vivo! Sus pequeños dedos helados recorriendo mi rostro tocaron mi alma contagiándola del pánico primitivo de un animal atrapado. Luego de una hora de una extenuante confusión, ya tras la puerta del baño, pude recuperar mi respiración y con ello la seguridad. La seguridad de estar tras la enclenque puerta. La seguridad de saber que ese pequeño niño nunca había estado vivo.

Al pasar los días sin que fuese necesario comunicarnos con ellos, sus intenciones se fueron aclarando cada vez más. Estaban aquí por nosotros. Habían llegado aquí por nosotros. No creía estar preparado para esto. Siempre esperé que la maldad se hiciese visible rápido y sin máscaras. En actos de violencia, de fuerza física. Derramando sangre. Derribando puertas y asesinando sin mediar explicación. Nunca esperé que fuese en una agonizante espera, con paciencia refugiada tras unos rostros hermosos y bondadosos. Luego recapacité. ¿No es esto lo mismo, que nos va matando de a poco en la vida? Entramos confiados a la vida, esperando más de los hermosos rostros que vemos que de los que nos desagradan. Y cada uno de estos se encarga de ir endureciendo nuestro corazón hasta transformarnos completamente. Terminamos siendo reclamados por ellos mismos, pasamos a ser uno más de los perdidos en el mundo. La única diferencia consciente que podría avalar ese temor descontrolado, era constatar el hecho que ellos no respiraban. ¡Sí, no respiraban! Pues estaban tan muertos como todos aquellos que nos rodean diariamente.
En mi cabeza algo no resultaba coherente, no podía confiar en la bondad que proviniese de una descarada muerte que aparentaba estar vida.

Al cabo de una semana de no haber dormido bien y luchar con el hambre que deterioraba la voluntad, me deje tentar. Esa mañana abrí precavidamente la puerta e introduje la deliciosa bandeja de manjares. No fue necesario decirle a Ana y a mi hija que comiesen. Esperé unos minutos hasta que cerraron sus ojos. Escogí el más fragante y suculento bocado que quedaba sobre la bandeja y lo saboree con la incertidumbre de ignorar si sería capaz de volver a despertar en algún momento.

Ese fue el sabor más delicioso que había inundado mi boca en años. Una explosión de recuerdos asociados al gusto, seguida por una tranquilidad tibia que me envolvía suavemente como abrazo de madre.

Antes de cerrar los ojos comprendí que la maldad se resiste a tomar la palabra para no hacerse visible en la voz. Comprendí que cuando se juzga a las personas, veremos bondad en quienes nos parezcan más hermosos y maldad en los despreciados. Es por esto que necesitamos poner mayor atención a los actos para ver cuando el fruto podrido se desprende del frondoso árbol.

Cuentos del Inconciente.
Todos los derechos reservados.

Texto agregado el 27-11-2019, y leído por 131 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-11-2019 Me ha gustado mucho este cuento, es un relato inquietante, crea una buena tensión, en mi opinión si el ambiente que se describe al inicio, se fuese insertando de a poco a lo largo del texto, daría un efecto como de quien ilumina con un cerillo un espacio completamente oscuro y solo da flashazos que nos hacen imaginar el contexto general. deimos
 
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