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La niebla

Había mucha niebla en el pueblo. Llegamos un viernes. La niebla era blanca, como una espuma sobre todas las cosas del mundo. Llegaba hasta la playa y se metía en el mar, sobre las olas tapando el cielo. De día y de noche. Era un fenómeno inusual, la gente hablaba de eso. Algunos supersticiosos decían que era la señal de una gran maldición. Nosotros éramos Cachi, Mauro, Nico, Ana y yo. Veníamos al lugar a veranear. Teníamos 16 años, éramos jóvenes y estábamos dispuestos a pasarla bien. Nada nos iba a detener. Así que nos pusimos a joder, que la niebla era el vómito de un Dios borracho, que era la eyaculación de un gigante, que era yogurt vencido que una fábrica había derramado en el lugar.
Había onda entre Ana y yo. Es más, los chicos no querían que ella viniera con nosotros. Una mujer va a ser un problema entre nosotros, decían, pero yo los convencí de que la dejáramos venir. Con Ana íbamos juntos al taller literario. Ella escribía mucho mejor que yo. Podía construir imágenes increíbles en sus cuentos, era capaz de dotar a sus personajes de pequeños rasgos que los hacían genuinos, sus metáforas eran descomunales. Yo escribía pedorros poemas de amor, muy cursis, que a pesar de intentar el drama a veces causaban gracia en el taller. A veces con Ana íbamos a tomar un helado, o al cine, a comer panchos al carrito de Jorgito Junior. Había entre nosotros una complicidad, un pacto, un coqueteo afortunado, pero nunca pasamos de esa línea, ni yo ni ella. Yo supe que en ese viaje de veraneo algo iba a pasar, iba a pasar porque yo sí o sí pensaba declararme.
No sé si fue una declaración o qué, pero en la casa que alquilamos había un sillón, dos camas individuales y una habitación con una cama matrimonial. A la hora de repartir los lugares, yo en un acto impulsivo, y ahora que lo veo a la distancia, de un gran riesgo, dije:
- Nosotros dormimos en la matrimonial, ¿Querés, Ana?
Todos se quedaron mudos y ella se encogió de hombros, sonrió y dijo:
- Bueno, dale.
Era la tarde cuando hicimos la división de las camas. Hacía calor. Cachi,
Mauro y Nico decidieron ir a la playa. Nosotros con Ana fuimos a dar una vuelta. La ciudad estaba desparramada en un bosque. Las casas estaban rodeadas por altos árboles. Por la niebla no se veía más de veinticinco o treinta metros adelante. Caminamos mucho tiempo, las calles eran de arena, subían y bajaban, en el aire se respiraba ese olor a mar, un olor entre salado y mariscos. Íbamos en ojotas, la arena se nos metía entre los dedos de los pies. Paramos en una verdulería a comprar dos manzanas. La vieja que atendía nos dijo:
- Algo muy malo va a pasar.
No nos importa nada, pensamos nosotros. Nada va a impedir nuestro grandioso
veraneo. Seguimos caminando y de repente sin entender mucho lo que estaba pasando empezamos a ver tumbas. Lápidas y cruces. Flores muertas. La niebla era espesa y ahora se había puesto gris. Un gris como el del pelo canoso. Había una tumba abierta. Una escalera descendía hacia una oscuridad. Nos asustamos y salimos corriendo. Corrimos y corrimos, torpes como se puede correr con ojotas y sobre la arena, bajando y subiendo sin saber bien adonde ir. Finalmente llegamos a casa. Ya era de noche, la niebla era insoportable. Había entrado también en la casa. Cachi, Mauro y Nico escuchaban música y fumaban tirados en unos sillones. Apenas si los saludamos, pasamos de largo y nos metimos en la cama. Nos abrazamos, nos besamos, en el cuello, en la boca, nos desnudamos arrancándonos la ropa.
- Es mi primera vez – le dije.
- Shhhhhh – dijo ella tapándome la boca con un dedo.
Pude sentir algo tibio y húmedo y tierno envolverme. Un gran placer, la niebla
alrededor, la música que escuchaban los chicos de fondo. Un estallido y todo se puso oscuro. Miré alrededor y vi un cráneo. De un salto nos levantamos de la cama que era ahora una gran piedra plana y gris. Había huesos por ahí tirados. Gritamos y corrimos y subimos una escalera que había y salimos al cementerio. A la noche del cementerio. Estábamos desnudos. El terror nos hacía correr. La niebla era oscura.
- ¡Ahí vienen los muertos!- se escuchaba a la gente gritar.
- ¡Los muertos!
Una chata de policía se nos cruzó en el camino. Había muchos policías, bomberos,
ambulancias, gente. Los destellos de las luces de los coches se filtraban a través de la niebla. Un oficial nos ordenó que levantáramos los brazos.
- No tenemos nada que ver – dije por decir algo.
Ana me abrazó. Se escuchaba el murmullo de la gente en torno nuestro. Me miré
los pies y tenía la uña de un dedo quebrada y con sangre.
- ¿Estos son los muertos? – preguntó el oficial.
Una vieja, me pareció que era la verdulera, dijo:
- Estos son.
Después empezaron a golpearnos, me di cuenta de que eran patadas, todo el pueblo nos pegaba.



Texto agregado el 19-11-2019, y leído por 85 visitantes. (1 voto)


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