Miró alrededor del féretro. Junto al sarcófago, un conjunto de velas iluminaban la pequeña capilla. En los costados de ésta, familiares, amigos y conocidos, cabizbajos trataban de mantener un fingida angustia.
Pensaban en el viaje a la trascendencia. Así se los aseguraba el sacerdote, que mediante plegarias convocaba el nombre del Señor para que arrastrara hacia algún lugar el alma del fallecido. Este, en vida, no había sido precisamente virtuoso y había desempeñado diversos roles, muchos de ellos contradictorios. Pero ahora todos los planos se fundían en uno: Los restos que yacían dentro del cajón. Su mujer miraba el cuerpo marchito de su marido. "Jamás trabajó en él para el Más Allá”, pensó difusamente y tuvo la seguridad de que no habría otro mundo para él, ningún otro plano de la existencia y que su alma embrionaria se perdía entre esos despojos.
Miró el féretro. Y pudo reconocer una hermosa construcción especialmente diseñada para él. Había sido tallada con maderas finamente labradas y barnizada con manos expertas. Sintió su suavidad, el agradable aroma que despedía el material y quedó largo tiempo mirando esta obra maestra y lamentó que su fin fuera terminar bajo tierra cobijando restos que ya no tenían destino.