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Una por una, las imágenes de los santos fueron cayendo desde mi pulsera, que no era más que una baratija, formada por doce pequeños cuadrados de madera unidos por dos elásticos paralelos y separados por pequeños abalorios, del mismo material que las plaquitas donde se asentaban los doce santos.
No eran los apóstoles como podría creerse por su número cabalístico, pero sí estaba la figura de Jesús o por lo menos su representación europea, aria, y su madre, alba, pura.
Aparecía también San Pío de Pietrelcina mostrando una de sus manos enguantadas que ocultaban las llagas sangrantes y piadosas. También estaban Santa Teresa, la Virgen del Carmen, San Sebastián atravesado con múltiples saetas y algunos más que no recuerdo y de cuya fama no supe.
Llegó a mí un día, cuando mi madre, preocupada por el destino que llevaba, me dijo: “Úsela, hijo, que le hará bien”.
La mantuve en mi poder nada más que por su insistencia. En verdad asumí que si me negaba una vez, la tendría a ella con el artilugio entre sus manos en forma seguida y para ahorrarle peroratas suyas y explicaciones de mi parte acepté llevarla conmigo.
"Ya conseguiré sacármela", dije para mis adentros, cuando terminara mi visita al hogar familiar, que alguna vez fuera mi morada.
Pero fue el caso que no lo hice cuando subía al bus, momento en que podría haberlo dejado entre medio del asiento o en cualquier lugar. Pero afuera estaba su figura recortada diciéndome adiós y mirándome con los santos clavados en los ojos y señalándome el camino de la ventura y la virtud.
No hubo día en que yo me dijera, ahora me desharé de la pulsera, pero la verdad nunca conseguí elaborar el pensamiento “en-estos-momentos-voy a quitarme-la pulsera”, lo que dicho de otra forma sería, me libraré de los santos o dejaré la órbita materna.
Pero lo cierto es que así como yo no era capaz de deshacerme de los santos, éstos comenzaron a dejarme a mí.
La primera imagen que cayó fue la de un santo nacional, probablemente uno de los últimos beatificados en un mundo carente de santos guías y donde se necesita con urgencia de espíritus bienhechores que aglutinen como antaño a las masas desconcertadas y renegadas.
Un día no apareció en la pulsera. Le siguió los pasos una beata, una joven y sufrida mujer que antes de la adultez ya era una mártir. No sé, un día se alejó y ya no pude ver más su lindo rostro en la pulsera. La siguió otra belleza, de fama milagrosa y quien opacó su vida, el vivir el sufrimiento y las taras de los demás, que atentaron contra su delicada figura.
A diferencia de los otros dos nombrados, vi cuando se desprendía, como si sus manos dieran el empuje que la mantenían oprimida al madero.
Iba caminando y observé de soslayo cómo se soltaba y ya que era muy liviana, chocó varias veces contra mis pantalones e incluso quedó prendida de mi zapatilla unos segundos.
No quise mirar hacia atrás, pues no quería saber si fue a parar a un charco, pisoteada sin misericordia o si por el contrario se levantó, corrió en sentido contrario a un claustro, un lupanar para divertirse y hacer cosas que no pudo hacer en su vida mundana o qué se yo cuántas cosas puede hacer un santo o su representación que dicen, son una misma cosa.
No se puede saber, en verdad, lo que ocurriría con una persona del pasado, si una persona ni más ni menos, establecida en otro lugar y en otro tiempo, en otras circunstancias. Y muy bien puede ser que modifique su pensar, de tal manera que rechace su mesiánica misión para con la humanidad y desee tener una oportunidad entre los hombres y mujeres, con sus pasiones y sinrazones.
Al cabo de un tiempo sólo quedaba una figura firmemente asentada, la de Jesús, con su corazón brillando en su pecho, modelo de santidad, tan solo como siempre. Fue entonces cuando me desprendí de la dichosa pulsera. La arrojé a un basurero y seguí mi camino pensando en el destino que le abría a ese reformador de hombres en un mundo donde ya no cabía la redención.

Texto agregado el 16-11-2019, y leído por 115 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-11-2019 También he tenido de esas pulseras. Varias como la que mencionas y otra de metal con los santitos muy chiquitos y en acero quirurgico. Me gustó tu texto es muy real***** Un abrazo Victoria 6236013
16-11-2019 Esta lectura me confirma la idea que siempre he tenido de las costumbres judeocristianas. Los humanos somos expulsadores de todo, nada nos queda todos nos tira. SOKOS
16-11-2019 Me acordé de una pulsera de Santos, que guardo en algún lugar. Me gustó mucho la descripción, la imagen de la Santa decidiendo a donde ir. El final es muy bueno, pero yo creo que el basurero al que fue a dar Jesús, es sólo un mundo paralelo, igual de podrido al que veía, mientras andaba en la pulsera. Es decir, en ningún lado cabe la redención. Antonela80
 
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