UNO SE ACOSTUMBRA A LA IDEA DE MORIR, PERO NO DE VER MORIR A QUIÉN MÁS QUIERES.
Mi abuelo
Hola amigos:
Me voy a permitir contarles una historia verdadera, la persona que más he admirado: mi abuelo, don Christian.
Christian, nació en pañales de seda, sus abuelos iniciaron talleres textiles en Atlixco, Puebla, por la cantidad de agua que ahí existe y que es necesaria para su funcionamiento, desde luego fue un gran negocio, sobre todo en la segunda guerra mundial, en que los americanos compraban grandes cantidades de tela. Las fábricas funcionaban tres turnos, fue una época de “vacas gordas”, el pueblo creció y la prosperidad de la familia, por lo que Christian estudio en las mejoras escuelas y se recibió de arquitecto, ya que era un amante de la belleza, de construir casas y edificios hermosos, debían ser además funcionales.
Era amigo de tomar el aperitivo y de las mujeres, así llegó a los 27 años de vida, cuando conoció a quién cambiaría su vida para siempre: mi abuela de escasas 18 primaveras. Ella, tenía el encanto de hacer felices a los que la rodeaban y para Christian, descreído, un verdadero ángel sobre la tierra.
El joven de ideas liberales se hizo masón, pero por corto tiempo, ya que tuvo desavenencias con sus hermanos por no creer en el Supremo Arquitecto del Universo, la divinidad para él era un mito y esto lo creyó toda su larga vida.
La dama de sus amores lo obligó a casarse por la Iglesia Católica y Romana: San Agustín, en la calle Independencia de la ciudad. Por fortuna después de la boda se llevaban muy bien gracias al amor que se tenían, los dos respetaban la manera de ser y de creer de cada uno.
El tiempo pasó, lleno de éxitos para Christian, con una familia numerosa, de la que era la luz y el eje mi querida abuela. El tiempo lo único que hace es añadir años a las gentes, Christian ni cuenta se dio cuando era un respetable abuelo de 80 inviernos. Él siempre animoso y alegre, benevolente con sus nietos y nosotros lo adorábamos.
El padre tiempo y la madre naturaleza, al transcurrir los días que se convierten en meses y años, son crueles. Mi abuela se enfermó, su marido recurrió a los mejores médicos especialistas, incluso asistió a la iglesia y en su desesperación le rezó al Dios de su infancia. Todo en vano, se cumplió la última posibilidad de la existencia, la dama de negro acudió.
Las cenizas de Christian reposan junto a las de su amada en una urna en el columbario de la iglesia “La soledad”. Al fin juntos en la muerte como lo estuvieron en vida.
—Hijo, gracias por visitarme seguido —dijo mi abuelo mucho antes de morir—, déjame preguntarte: ¿te mandan mis hijos?
Yo, desde joven seguía la filosofía de Joan Paul Sartre, el existencialismo, por lo que soy un descreído igual que mi abuelo, por eso él me tenía confianza, pues sabía que los que pensábamos así no nos engañábamos con leyendas.
—Desde luego que no, vengo a verte porque me gusta platicar contigo —le contesté.
El buen viejo esbozó una sonrisa de incredulidad, pero por cortesía lo dejó pasar. Cuando él se quedó solo, la casa grande la ocupó su hijo mayor y su familia, él se pasó a un departamento pequeño en compañía de sus amados libros. Sus hijos contrataron una señora que lo atendía y aunque estaba sano un servicio de enfermería las 24 horas del día.
—Te diré que mi familia tiene razón en cuidarme, pues les da miedo que me reúna con tu abuela por propia mano.
—¿Por qué dices eso?
—La verdad, cuando ella se fue, pensé: “no seas cobarde no la dejes irse sola”. Pero, tuve miedo.
—¡Tú, abuelo! ¿Por qué?
—Ella, antes de morir me dio la esperanza de que nos reuniríamos. Por eso. Y si los curas tienen razón en lo que dicen, tuve miedo, te repito. Miedo de perderla por toda una eternidad.
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