Un rayo de luz se cuela por una pequeña grieta de una persiana cerrada en una habitación del barrio de Pompeya. Sobre la cama de la habitación yace Roberto con los ojos abiertos como si soñara despierto, no obstante la expresión de sus ojos nos dice que seguramente se encuentra en medio de una pesadilla. Si Roberto pudiera mirar por esa rendija en la persiana, vería como tres niños sentados en la vereda comparten una gaseosa, vería también el sol escalando el cielo celeste de Buenos Aires y los gorriones inspeccionando el piso en busca de insectos o de alguna miga de pan. Uno de los niños tiene una pelota de fútbol entre sus piernas y con sus pies la mueve de un lado a otro, los tres ríen mientras disfrutan el sol de media mañana en la cara. Transpirados comentan los pormenores del fútbol matutino sobre el empedrado de la calle Fournier. Tal vez si Roberto levantara la persiana y viera esos niños riendo, el sol de la mañana reflejado en el empedrado y escuchara el canto de los gorriones, cambiaría de opinión. Más aún si supiera que el que más ríe es huérfano. Pero no es así, esa persiana no se abre desde hace exactamente 125 días, solo unos días después de aquella fatídica pelea de boxeo.
Roberto Espósito se levanta de la cama, empujado por ese rayo de luz indeseado. Corre la sábana hedionda y transpirada, se sienta en la cama y la imagen del jujeño Benítez deformada por los jabs y ganchos del toro Acuña vuelve a aparecer como lo viene haciendo cada nuevo día. Ese fantasma lo persigue con la perseverancia y tenacidad que el propio Benítez tenía para resistir infinitos golpes. Si tan solo hubiera sabido que el estoico jujeño estaba dispuesto a todo en la pelea de su vida. Se pone de pie y prácticamente arrastrándose se dirige al baño. Pequeñas moscas revolotean el inodoro donde descarga un orín oscuro y opaco. Como si fuera un ente sin vida, ahora se lava la cara frente al lavabo. Se mira en el espejo donde, a pesar de las manchas de distintos colores y tamaños, puede encontrar sus ojos que derraman sangre a través de sus vasos sanguíneos como derraman tristeza con su mirada. Sin emitir palabras le dice a su otro yo en el espejo "¿Por qué no hiciste nada?" Lo sigue un corto diálogo, que con distintas variantes, todas las mañanas se balancea entre la culpa y la justificación, entre Roberto y su reflejo: "¿Por qué no hiciste nada?”, "¿Qué podía hacer? Si él se levantaba y levantaba". "Nadie sabía que él estaba dispuesto a todo por esa pelea, que él creía que era la única oportunidad de su vida para darle pan y futuro a su crío", "¡Pobre crío! ¡Qué tragedia! ¿Cómo seguir después de esto?", se dice y se contesta. "Sabés que no se puede seguir después de esto, pero yo no tengo los huevos del jujeño Benítez", finaliza mientras cierra los ojos para no ver su rostro, que es la única forma que encuentra para parar con los reclamos, y sale del baño.
Se dirige a la cocina, donde sobre la mesa se encuentran innumerables botellas de moscato que arrinconan un periódico abierto, con sus páginas amarillentas cubiertas de manchas de gotas de vino, que no son más que las lágrimas que un hombre como Roberto puede derramar. Agarra un vaso y busca una botella con ese vino dulce que le adormece la culpa y la pena, pero hoy no es un buen día, están todas vacías. No se rinde y botella a botella derrama las últimas gotas sobre su vaso, tal vez sabiendo que esas gotas son las únicas que lo hacen estirar esta agonía. A pesar de su insistencia, los fondos de botella no alcanzan ni para mojarle los labios. Se sienta resignado, dejando caer su peso sobre una silla metálica. Al estruendo del metal contra la cerámica del piso lo sigue un silencio desgarrador, como el que se sintió aquella noche en el Luna Park cuando a Benítez se lo llevaron en camilla con el peso muerto de su cabeza balanceándose de un lado a otro. Tan solo unos minutos antes era todo algarabía ante tremendo espectáculo en el que el toro Acuña, candidato a knockear al jujeño en menos de 3 rounds, se había encontrado frente a ese testarudo norteño de nariz ancha, ojos achinados y mirada distante que lo había complicado con su tenacidad y resistencia durante 14 rounds.
Sentado y abatido, repasa las críticas que recibiría luego de la pelea. Era fácil agarrársela con él, pero quién había molido a palos el cerebro del jujeño era Acuña, quienes lo habían celebrado habían sido miles de personas en el estadio y frente a sus televisores. Si había alguien de quién hubiera aceptado un reclamo era de la mujer de Benítez, pero una mujer reservada como ella no había reclamado nada a pesar de la búsqueda incesante de los reporteros. Si tan sólo hubiera dicho algo en vez de haber actuado. Porque Roberto Espósito en algún momento de su vida podría haber superado lo del jujeño pero no lo de Elba. Imaginarla mirando la transmisión de la pelea desde jujuy, con su panza de 8 meses de embarazo, llorando mientras la cabeza de su marido se bambolea de un lado a otro era aún más duro que haber presenciado aquel último gancho del toro Acuña aterrizando sobre la cara del jujeño. Por eso la había entendido cuando hizo lo que hizo.
Espósito se pone de pie por primera vez en estos días sin la necesidad de darse coraje, sin insultarse por ser un cobarde, lo hace sin pensar porque es algo que ya pensó mil veces, lo hace como hasta ayer se servía un vaso de vino. Mira por última vez el diario que se encuentra sobre la mesa: "Conmoción en Jujuy por el suicidio de la esposa de Omar "El Jujeño" Benítez". El podría haber evitado el sufrimiento de Elba y el que todavía le espera a ese niño huérfano. Tuvo el poder de detener el combate pero aquella noche en que Benítez parecía aguantar lo inaguantable, no pudo, no se le ocurrió, no tuvo las agallas para hacerlo. La pasividad sería el peor de sus pecados.
Sin sacar la mirada sobre ese periódico maltrecho, se para sobre la silla y agarra esa soga que pende de una viga de madera del techo. Mete su cabeza sobre la horca que se encuentra esperándolo desde hace días.
Resignado cae en la cuenta que ahora, a diferencia de la noche del combate, no hay ningún referee, no hay ningún Roberto Espósito, que pueda detener esto, y salta al vacío. |