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Gorriones

Una anciana está sentada en un banco y arroja migas de pan al suelo. A su lado de pie un resignado empleado municipal de limpieza recoge entre suspiros cada una de las migas que la anciana arroja.
—En esta ciudad ya no quedan gorriones, señora. Han desaparecido. ¿Cuántas veces se lo tengo que decir? —El tono del empleado oscila entre irritado y condescendiente.
—Lo sé. En mi pueblo también desaparecieron los gorriones, ¿sabe? Pero allí no se dio cuenta nadie. Es que en mi pueblo despareció todo el mundo, ¿sabe usted?, así que ¿quién se iba a fijar en que también faltaban los pobres gorriones? Pero, eso sí, no vaya a pensar usted, yo seguí echándolos de comer todos los días, todos los días, ¿me oye?— En la cara de la anciana intenta dibujarse una sonrisa.
—Si ya sabe que no hay gorriones, entonces, ¿por qué se empeña en ensuciarme todos los días el suelo?
—Intento que vuelvan. Quiero que vuelvan. Necesitamos a los gorriones. Parece que todo el mundo está demasiado ocupado aquí y que solo yo me encargo de esta tarea.
—Por mucho pan que les eche no van a volver. No hay gorriones, es un hecho. En los pueblos no sé, pero en las grandes ciudades no ocurren milagros.
—¿Milagros?¿Que sabrá usted de milagros? Para que ocurran milagros hay que rezar y rezar mucho—. A la anciana se le escapa un sentido suspiro. —Mi forma de rezar es tirar al suelo miguitas de pan. ¿Le gusta más así?
—Está como una cabra señora, ¿lo sabe, no?
—En mi pueblo primero desaparecieron las personas. Una tras otra todas las chimeneas del pueblo dejaron de echar de humo. Me quedé yo sola. Mi única compañía eran los gorriones. ¿Te parece triste? Pues espera, que ahora se pone peor. Todas las mañanas les echaba de comer miguitas de pan, pero cada día acudían menos. Un día ya no acudió ninguno y el pan de cada día empezó a formar una montaña en el patio.
—Y aquí pasaría lo mismo, menos mal que está un servidor…
—Entonces lo entendí: los gorriones se habían ido detrás de las personas siguiendo el camino de miguitas de pan hasta las grandes ciudades. Y para aquí que me vine…
—Ya, ya. De eso ya me he dado cuenta. —El empleado recoge las últimas migas meneando la cabeza.
—Al principio todo iba bien. Esta ciudad estaba llena de gorriones. Y el pan que les lanzaba casi no tocaba el suelo. Yo estaba rodeada de mis pequeños y alegres angelitos. Pero poco a poco empezaron a venir menos. La triste historia del pueblo empezaba a repetirse. Ahora los gorriones se marchaban, pero no siguiendo a la gente, sino huyendo de ella.
—Ya, bueno, señora las cosas cambian. La contaminación, la falta de zonas verdes, estos modernos edificios de acero y cristal…
—Ahora cuando arrojo pan al suelo no aparece nadie. Bueno…, apareces tú. Algo es algo, necesito ayuda para rezar a los gorriones.
—¡Señora, yo soy un funcionario público! No el monaguillo de una…
—Somos pobres, ¿sabes? Muy pobres.
—Hombre, por fin estamos de acuerdo en algo.
—Somos pobres en gorriones.
—Ya me extrañaba a mí...
—En esta ciudad solo hay un gorrión por cada diez mil personas. ¿No te parece una cifra triste? Aquí cada habitante posee miles y miles de euros, pero sólo le corresponde una milésima parte de céntimo de gorrión.
—¿Céntimos de gorrión? ¿Está usted bien señora? —El funcionario intenta comprobar si la anciana tiene fiebre y ella le aparta la mano sin mirarlo.
—Ya no somos personas, solo somos espantapájaros. Espantapájaros sin cerebro, sin corazón y sin valor. Y hemos echado de nuestras ciudades a los gorriones fieles. Y detrás de los gorriones nos iremos nosotros. Pero, ¿a dónde?, ¿a los pueblos abandonados?, ¿a dónde?
—Ya lo sé. Nos iremos siguiendo el camino de baldosas amarillas.
—Mira tú, pensé que eras imbécil. —La anciana lo mira sorprendida de arriba a abajo—. Tal vez me equivoqué.
—¡Señora, sin faltar! Yo seré un simple barrendero, pero por lo menos no me paso el día dando de comer a gorriones imaginarios. Ya es triste estar tan solo para inventarse un amigo imaginario, pero un gorrión imaginario…
—Estoy sola, es verdad. Muy sola, pero no me avergüenzo de ello. ¿Quieres que hablemos de soledad? Tú tampoco estás muy acompañado. Además, ¿te espera alguien en algún lado?—La mujer sigue lanzando sus miguitas de pan sin inmutarse. Después de pensarlo unos segundos, el empleado apoya la escoba en el banco y se sienta a su lado.

Texto agregado el 13-11-2019, y leído por 183 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
14-11-2019 Linda escena. Necesiramos mas naturaleza y menos cemento. Que vuelvan los gorriones. Vaya_vaya_las_palabras
13-11-2019 ***** Morirse
13-11-2019 Muy lindo relato. Me Hace acordar a uno mío que se llama "Maíz para las palomas", que llegó a publicarse en Barcelona.Lo publique acá tbn .Te felicito por el tuyo,me gustó eso de que van desapareciendo los gorriones., las personas etc... elbulon
13-11-2019 Me gustó mucho. Marcelo_Arrizabalaga
13-11-2019 ¡Como olvidamos los placeres naturales y anhelamos los artificiales! Pobres de nosotros, en mi ciudad si que hay menos copetones, muy triste. Ivancamella
 
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