Pero como a todo gorrino le llega su San Martín, a aquellos tabardillos que componíamos y descomponíamos, a base de pedradas, lo que acontecía en la calle, nos llegó también la edad de dejar los juegos.
Uno recuerda hasta el momento preciso en que no le pareció
conveniente seguir meneando tractores de plástico al tiempo de
emitir onomatopéyicamente con la boca su supuesto ruido. Y no
es que dejara de moverlos- los tractores-, sino que cambié con el
tiempo de procedimiento.
El día que conduje uno de verdad estuvo plagado de infortunios. Era un "barreiros viñero, 5000". Y aunque el destino quiso que tendiera mi vida por otros derroteros, aún hoy, lo recuerdo. En el internado- me llevaron a un internado lejano a estudiar-,
matábamos el "mono" agropecuario, un compañero- también
procedente del agro- y yo, hablando de toda suerte de vehículos tractores comparándolos por marcas. Y aunque mi amigo
prefería el motransa- razón por la que se le empezó a conocer
por tal nombre-, uno se inclinaba decididamente por la
producción del industrial gallego.
No muy sofisticado y con mala dirección y frenos, era, sin embargo, una garantía de potencia, y ello hasta el punto de generar aquel dicho de "con más fuerza que un barreiros".
Bueno, pero el caso es que tuvimos que dejarles la calle a otros, no sin pena- dicho sea de paso o de manera incidental- y obligados. Ya no era de recibo que estuviéramos por allí zascandileando con las piernas llenas de pelos y en pantalones cortos. Por lo que nos hubieron de suplir otros tabardillos.
Llegó para nosotros una etapa de transición en que nos gustaban tanto los tractores de plástico como las chicas. De manera unísona, o al mismo tiempo. Y no hizo falta mucho para que dejaran de interesarnos definitivamente tales miniaturas de plástico. Momento frontera en toda evolución: fin de la fase de latencia- que diría el tío Sigmund.
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