Una caricia. Nada más. Solo eso. Nada menos. Tan solo una mueca de una cercana mano. Un vendaval profundo o la brisa más leve.
Todo en una caricia.
El más mínimo gesto. La fragilidad más tremenda se hace carne después de una caricia de las buenas. Temblamos, corcoveamos, flaqueamos si la caricia es buena. Lamentamos si no lo es. Nos enroscamos en nuestro propio resquemor si nos queda insatisfecha la piel después de la caricia, así como nos elevamos un par de instantes si el ser acariciados se parece a aquello que tanto añoramos.
Acaso pueda definirse gran parte de nuestra existencia al compás de las caricias. De las que hemos dado, así como de las que negamos. También de las que recibimos, y también de las que esperamos en vano. Gran parte de nosotros, podríamos decir, se ha construido en nombre de algo tan simple, breve y definitivo como una caricia. Acariciar y ser acariciado. Prodigarnos en ese gesto y florecer al recibirlo de quien deseamos hacerlo.

Una caricia. Nada más.