Cuando llegamos al atrio de la iglesia y me encontré a mi amigo Pablo disfrazado de monje para tomar la primera comunión, la primera idea que me dio fue la de regresarme a la civilización- en román paladino: volverme a casa ipso facto-, pero mi madre había puesto mucho empeño en la confección de mi indumentaria, y, por otra parte, las ideas que uno tenía, importaban bastante poco a los fines de determinar el discurrir de los acontecimientos. Luego, hasta lo pasamos bien, tirando del cordón de aquel traje talar; pero la primera impresión fue, por decirlo de una manera suave, de desconcierto.
En aquel espacio eclesial había también un rosario de novias de níveos vestidos vaporosos y largos. E incluso- acentuando el efecto- con velo. Aquello era como una boda colectiva. Boda colectiva en la que bastantes de los novios eran marineros. Tal era así, que en lugar de a doscientos kilómetros de la playa más cercana, parecíamos vecinos de lugar con puerto de mar o de no demasiado lejos. Pero lo de mi amigo Pablo no tenía nombre, y ello hasta el punto de que en un primer momento pensé que tanto él como su progenie estaban allí de cachondeo.
Y no era que uno tuviera fundadas esperanzas de alcanzar gloria eterna por ello, pero no me pareció de recibo andarse con disfraces de tal laya o género. Llevaba el tío una capucha, echada hacia atrás, como parte de una vestimenta que llegando casi al suelo se recogía a la altura de la cintura con un cordón bastante grueso atado con dos o tres nudos. Completaba la indumenta unas sandalias marrones. Vamos que sólo había faltado hacerle la tonsura al muchacho.
Cuando descubrieron que mi corbata se sujetaba con una goma- en lugar de llevar nudo auténtico- empezó todo el mundo a tirar como si estuvieran vaciando un inodoro.
Por lo demás, tengo bastante poca memoria de otros hechos. Ah, por cierto, no hubo nadie disfrazado de payaso.