Hice señas al 18. Guardé rápido la mano en el bolsillo de la campera. Venía casi vacío. Subí y encaré derecho al fondo. Me senté en un asiento individual, al medio, lejos de las puertas. Saqué el celular, eran las 15:07 y hacían 12 grados. Las rodillas me chocaban contra el respaldo del asiento delantero. Apoyé la mochila encima de mis piernas y abrí la ventana unos centímetros; el ambiente estaba sofocado.
Estaba a 60 cuadras del trabajo. Tenía tiempo. Quería comprar un alfajor antes de entrar, el permitido del día. Abrí la mochila y busqué la billetera. Tenía plata, además de tiempo. Revolví y encontré los auriculares. Los enchufé al celular, puse Spotify y me decidí por una playlist tranquila, intrascendente. Dejé el aparato encima de la mochila y miré por la ventana.
El cielo se me antojaba extraño. La mezcla de grises no parecía natural. Creo que era el contraste con las copas verdes de los árboles. La velocidad del colectivo lo mezclaba todo. La veterinaria con la estación de servicio con el ex cine con el kiosco con el casino. En un semáforo cambié 6 veces de canción. Unas gotas mojaron la pantalla del teléfono, y cerré la ventana. Dos asientos más adelante, alguien hizo lo mismo.
No llevaba paraguas encima. Se lo había dejado a Josefina. Al menos, la campera que tenía era impermeable. Todavía faltaban 30 cuadras. La lluvia apenas manchaba el vidrio de mi ventana; el parabrisas estaba empapado. Sonó el timbre. Algún desgraciado tenía que bajarse justo ahora. Dos chicas subieron riendo. Una corriente de aire se filtró por las puertas abiertas. Encogí el cuerpo para preservar el calor. Las chicas pasaron al fondo, mojando todo el pasillo.
Volví a concentrarme en la calle. Pasamos un supermercado cerrado y una plaza vacía. Vi una pareja abrazada bajo el techo de una revistería. Una fila de hinchas de Atlético agazapados, esperando comprar una entrada. Volvió a sonar el timbre. Subió una señora con un paraguas abierto. Lo cerró y se sentó en un asiento doble, dejando el paraguas en el asiento de al lado. Las gotas resbalaban por el plástico hasta el piso, creando un charco.
Se escuchó una tos. Después, un estornudo fuertísimo. Las chicas del fondo seguían riéndose. Las miré. Veían un video que alcanzaba a escuchar a medias, a pesar de los auriculares. Empecé a sentir más frío; la señora del paraguas había abierto la ventana del asiento de atrás. Agarré el teléfono, vi que tenía 2 mensajes y una llamada perdida de mi hermana. Necesitaba que le retire unas cosas del centro. Le contesté y volví a cambiar de canción varias veces más. A la octava, cambié de playlist.
El chofer paró en un kiosco y bajó del colectivo. Volvió a los 5 minutos, empapado. Sentí un dolor agudo en la mano izquierda. Tenía el dedo gordo en la boca; sangraba. Me había sacado la cutícula sin darme cuenta. Busqué un pañuelo descartable en la mochila, y lo envolví en el dedo. Miré alrededor; nadie se había dado cuenta. La intensidad de la lluvia aumentó. Alguien le pidió a la señora que cierre la ventana. Lo hizo a su pesar.
Estaba a 10 cuadras. Ya eran las 15:45. El recorrido del colectivo me daba dos alternativas para bajarme. Parar en la avenida Roca, antes de que doble por Alem y caminar 7 cuadras debajo de la lluvia, o esperar que suba por Colón y caminar 4 cuadras menos. No fue solo el agua. Había un asunto cruento con un carnicero en el primer camino, y decidí no arriesgarme. Decidí también comprarme un paquete de cigarros en vez del alfajor.
Subieron 3 chicos con uniforme escolar. Parecían de secundaria. Se sentaron en los últimos asientos dobles, antes de la puerta de atrás. De vez en cuando miraban con disimulo a las chicas del fondo. Ellas subieron el volumen del video y las risas. Los auriculares me quedaron cortos. El charco del paraguas se unió al de la ventana abierta y empezó a correr por el pasillo. Me mojó las zapatillas. Las proporciones de piso seco y piso mojado se invirtieron.
Afuera pasaba lo mismo. Las veredas empezaron a desaparecer. Miré a través de la ventana cómo la Roca ya no estaba. El agua embarrada llevaba botellas, hojas y algo que llegué a entender como un pañal usado. Me pareció mucho, demasiado para el invierno. Pensé en llamar a mi jefe. El colectivo podía dejarme a salvo si seguía camino. Desbloqueé el celular. Tenía un mensaje suyo confirmando mi presencia. Apagué la música, volví a bloquearlo, y me saqué los auriculares.
Los sonidos llegaban de todas partes. Dos videos distintos sonaban en el fondo. Los secundarios hablaban de Sofía. El de la tos estornudó cuatro veces. La señora volvió a abrir la ventana de atrás, menos que la ultima vez. Suficiente para que vuelva el frío y alejar el sofocón. Sentí otro dolor, en la otra mano. El dedo índice. Está vez no había sangre, solo carne a la vista. Guardé los auriculares en la mochila, y me paré para bajar.
Faltaban 3 cuadras. No había gente afuera. Los autos amenazaban con quedarse parados por la corriente. La calle no ayudaba. Apreté con fuerza el caño. Sentí la sangre volviendo a circular. Quemaba. No saqué la mano. Miré a las chicas. Me devolvieron la mirada entre risas. Se callaron. Los videos también. Volví la vista al frente y vi mi reflejo en la puerta. Cerré los ojos. La presión en el caño cedió. No tenían la culpa.
Solo podía pensar en que no tenía paraguas. Que no tenía paraguas, que lo tenía Josefina, y que lo necesitaba. ¿Por qué se lo había dejado? Ahí estaba el problema. Mandé un mensaje a Josefina. Iba a pasar por su casa después del trabajo. Toqué el timbre. El colectivo frenó en la parada. Se abrieron las puertas; sentí el frío, el agua. Volví a encogerme mientras bajaba la escalera. Hundí el pie en la vereda. Empecé a caminar contra la lluvia, sonriendo. Iba a recuperar mi paraguas.
|