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Mayo, 2016:
Yo era un tonto.
“Pocas cosas en mi vida me han marcado tanto”, es esta una vil mentira para convencerme que no he sido tan tonto como creí, es esta también mi primera confesión, la segunda es que si me enamoré.
¿De verdad los hombres somos tan crueles? En ese entonces no lloré, era demasiado inconsecuente para hacerlo, ahora también, sigo siendo vil ante mí mirada interna.
Pocas personas merecen nada de daño como ella.

Los colibrís,
Rebosantes de energía,
Viajan por aquí y por ahí,
Y yo, que volaba de noche y día,
Me topé con una flor que al abrir
No disimulé un poco en consumirla.


Todavía recuerdo su olor y la tristeza de sus ojos. Odio los escritos de viejos poetas atestados en narcisismo y soberbia, así que ruego que no me lean con romanticismo porque esto no es aquello.
Nunca en mi vida había llorado hasta ahogarme por hacerle daño a alguien.
Tenía el pelo azul; delineador azul; vestía de azul; le gustaba el azul: decía que era el color de la gente loca y ella lo estaba.
Pocas mujeres se entregaban al hedonismo con ternura como ella, la ley del todo o nada. Odiaba como me miraba: solía tener el hábito de acariciarme el rostro mientras observaba cada milímetro de mi piel y susurraba “eres perfecto”, me lo hacía creer de verdad y yo solo era vulgar hacia ella, creo que ella realmente nunca se compartió con un hombre a su altura, alguien que la mereciera, me incluyo. Me asusté y huí.

La busqué un día con rifle en mano y al encontrar a la cierva ésta no escapó de mí. Se limitó a mirarme fijamente entre los árboles, entre los arbustos. Por un momento mientras la tenía en la mira titubeé. Pude ver su calma, la maravilla de dos ojos negros rebosantes de cariño y misterio. Exhaló frente a mí sin mover su vista un centímetro; criatura hermosa; pensé en no disparar. Me di cuenta que el viento era perfecto en ese momento para una letal trayectoria, en ese instante sujeté fuerte el rifle y apreté el gatillo. Había visto otras veces desangrar animales, nunca había sufrido por uno. Ante mi propia cobardía no resistí y desaparecí camino hacia mi hogar, hice un agujero en la tierra y enterré el rifle con vergüenza decidido a no llorar. Dejé al ciervo ahí sin compasión alguna.

Mi tercera confesión es que, pasado tres años y con el recuerdo de sus ojos preguntándome “¿por qué?” pude al fin llorar de culpa. ¿De verdad los hombres somos tan imbéciles?.
Esto no es una carta de amor; solo busco que me perdones. Por favor, perdón.

Texto agregado el 02-11-2019, y leído por 89 visitantes. (1 voto)


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