—Doctor, ¡Tomé mi lámpara de pilas para que se ayude! ¡Le paso la barreta para que pueda despegar las tablas, y vea bien si la difunta es difunta!
De un salto había caído a horcajadas sobre el ataúd. Tres candiles de gasolina alumbraron el rectángulo de aquella tierra llorosa. El viento arreaba una lluvia menuda, fría a la que no se le veía fin. La noche llegó y se hizo profundamente oscura.
El joven médico tenía poco de haber llegado a este pueblo, recién había instalado su consultorio y se encontraba cenando cuando Jesús, el esposo de la difunta, llegó a la casa de doña Licha. Le habló rápido y atropellado en su dialecto.
—¿Qué dijo doña Licha?
—Quiere que vaya al cementerio y le diga si su esposa aún tiene vida.
Miró hacia arriba: un numeroso grupo de indígenas, alrededor de la fosa, observaba en profundo silencio. Su indumentaria blanca le confería un aspecto albino a la noche; y sus rostros, cruzados por luces y sombras, mostraban una imagen de luto ancestral.
Dejó la bombilla. Con la herramienta, golpeó con fuerza para despegar un tirante del cajón y luego hacer palanca. Poco a poco cedió e hizo a un lado la tabla. Nadie hablaba. Ni un murmullo. Un relámpago alumbró el enorme cedro, que se bamboleaba por la insistencia del viento y cuyas ramas gemían al chocar entre sí.
Sucedió en un tronar de dedos. La madre joven y el niño se quedaron atascados. Las parteras no pudieron hacer nada y se tomaban de la cabeza al ver la sangre que fluía de entre las piernas, de nada sirvió el chacloco, los tapones con tela pabellón. La jovencita murió al nacer el niño que llegaba al mundo sin vida. La enterraron a las cuatro de la tarde. Un hermano que vive en otra ranchería llegó tarde y fue al lugar donde enterraron a su hermana. Al dejar las flores, escuchó ruidos y sobresaltado llegó corriendo a la casa a decirle a la familia. La gente se desperdigó y aviso a demás familiares y amistades y el esposo fue con las autoridades. El comandante tomó dos policías y enterraron en la fosa un tubo de metal. Lo tarde de la tarde y el cielo encarbonado daba la sensación de que la noche se había adelantado.
El médico llegó a la loma respirando ruidosamente, empapado. Abajo, un ciento de hombres lo esperaban con tea en la mano. La noche dejó de ser impenetrable, tanta luz se abría que se vislumbraba la inmensa soledad del cedro. Aparecían manchones blancos. como si hubiesen salido de las tumbas.
“Médico” gritaba el comandante, alto, moreno y con vientre abultado. “Ya estamos abriendo la fosa. Le llamo cuando terminemos”.
Por momentos el cielo resplandecía y el trueno parecía encontrarnos.
Los indios se ordenaron alrededor de la fosa; las mujeres con reboso y los varones con sombrero y cubiertos por una camisa que les cubría los brazos.
Abierto el ataúd la gente se persignó. Los labios de las mujeres parecían rezar y los hombres llevaron su sombrero al corazón. No había más ruido que el silbido del viento y el crujir de las ramas. A lo lejos se escuchaba el ladrar de los perros.
Una lámpara aluzaba la cara de la mujer, que más que mujer parecía una niña dormida. Cejas largas, brunas, con su pelo trenzado. Se calzó el estetoscopio y llevó la capsula hacia la mitad del pecho.
cuando el médico levantó la mano y movió la cabeza de un lado a otro, se escucharon los sollozos y una nueva tanda de lágrimas se confundió con la lluvia monótona. Ulularon los tecolotes y los aullidos de los perros se acercaron a la multitud que poco a poco y en filas ordenadas partieron del cementerio. Volvió la oscuridad densa y el azote del viento a la soledad del cedro.
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