Soledad.

Hasta tal punto era un referente, que en la escuela, para abreviar, cuando me preguntaban dónde vivía, decía siempre que en el barrio de Soledad.
Toda la vida haciendo méritos y cuando ya la tenía casi conquistada, le coloca su madre sujetador. Yo, desde que vislumbré el trapejo, me di por vencido en aquellas lides amatorias. Algo me decía- su silueta curva- que Soledad no era para mí, pero, a partir de entonces, de una manera definitiva- como refiero. Y es que en mi barrio las chicas tenían la costumbre de alcanzar la madurez sexual un par de años antes que nosotros. Y, hasta tal punto me preocupaba el asunto, que me allegué a la Biblioteca Municipal con el propósito de dilucidar si era algo particular de nuestro pueblo o una gabela universal. Lo que me alivió bastante, no obstante no cambiar nada mi posición de desventaja ante lo que representaba aquel elástico instrumental, saber que los chicos de mi barrio no teníamos nada de excepcional.
Cambié de itinerarios y el imán que había sido su existencia, dejó, milagrosamente, de funcionar.
A partir de entonces, cuando me preguntaban sobre mi domicilio, dejé de decir que en el barrio de Soledad, para sumarme al nombre pseudo-oficial del de la "encantá".
Muchos años después, cuando ya casi no me acordaba de Soledad, supe que el encantamiento de la casa por la que recibía la denominación, venía de haber sido prisión de una dama muy principal. Toda la vida ambulando por allí sin saber la razón del nombrecito- sobre la que se abundará en posteriores entregas de esta historia no sólo verosímil, también veraz.