En aquella barriada- todos lo sabíamos- había una casa encantada. O, por lo menos, debía; pues así lo llamaba el resto de la población. Se barajaban varias teorías, por no haber nada escrito al respecto, a menos de que nosotros tuviéramos constancia. De tal manera que nuestra preocupación básica por aquellos tiempos era localizarla.
Nuestro mundo era tan pequeño que las primeras exploraciones- no mayores que el largo de un campo de fútbol- nos parecían enormes distancias. Lo demás era terra incógnita y rodeada de peligros. Pero tuvimos la suerte de conocerlo por nuestros propios medios, pues aquel era también un mundo sin vehículos. O con muy pocos. Y también por vivir en las afueras. Dabas dos pasos y estabas en las huertas; otros dos, y en las eras.
Cansados de dar vueltas por ahí en misiones exploratorias, llegábamos a casa sin apercibir que el auténtico encanto era que abrieras la despensa y no la encontraras vacía.
Pero como lo anterior no se sale de contexto: prodigio al alcance- en aquellas latitudes- de cualquiera, me extenderé un tanto sobre tales aventuras.
Un día, entramos en un almacén de grano, a través de la apertura de una puerta rota. El regocijo fue enorme caminando sobre aquel enorme montón de cebada. Debía de venirme grande la sandalia, pues en un lance del juego salió de mi pie derecho como succionada por el precursor de la cerveza. Conforme cavábamos para localizarla, el etéreo fruto dejaba las cosas como antes de la cavada, con lo que perdimos la paciencia y optamos por volver a casa. Al poco la devolvieron unos obreros.
De tal forma me fui familiarizando con la idea de que también- el pequeño mundo- lo era informativamente y que igual que se sabían las cosas buenas, pasaba con las cosas malas.
Lo de la "encantá" se perdía en el pasado. Un día leyendo un libro lo supe, razón de la que se hará constancia en futuras entregas de esta verdadera historia.