Aquel pueblo- por lo menos mi barrio- era en sí una paradoja. Todo era contrario a lo que parecía: un barrio de pobres, puestos allí para demostrar su categoría de príncipes y "principesas". Con tales parámetros, los materialistas históricos lo llevábamos bastante crudo, por empeñarnos en definir las cosas según entraban en nuestra retina. Pero, allí, a poco que rascaras un poco la pintura, te encontrabas a auténticas gentes de valía. La de la humildad, y a modo de prueba de soberbios puesta. Uno, que había oído tal palabra, la identificaba con individuos a los que les gustaba el vino.
- E iba soberbio- contaba un día en casa durante una cena, refiriéndome a una escena que había presenciado.
- Y qué decía- preguntaba a su vez mi madre (que tenía más vocabulario que yo, por otra parte, pero que no imaginaba la cantidad de tonterías que uno portaba en la mollera).
- Pues, soberbio, diciendo tonterías.
Y ahí me parece que terminó el asunto, pues en la pequeña pantalla daban partido de fútbol y nuestro interés estaba puesto en ella. Aquella familia era del Atlético de Madrid. Un Atlético de Madrid que estaba a punto de proclamarse campeón de Europa. Yo creo que era lo único que nos unía, por lo que cuando encajó el gol Reina, desbaratando aquellas expectativas, cada cual salió para su lado, mascullando improperios por su cuenta.
En estas que venía el vecino de cuyas andanzas se había hablado en la primera parte de la sobremesa- quizá también escamado por aquel fiasco futbolístico que nos dejó a los atléticos en el tren de cola de la historia balompédica.
- Mira, soberbio- dijo mi hermano pequeño mientras pasaba.