Tomó el maletín y caminó los dos pasos que lo separaban de la puerta, donde se despidió de dos amigos que, al igual que él, habían decidido salir anticipadamente de la ceremonia.
La razón por la cual Estay se levantó de su asiento y decidió no seguir escuchando a los conferencistas no está muy clara, como tampoco qué lo motivó a tomar aquel maletín que, aparentemente, no pertenecía a ninguno de los asistentes.
Pero es sabido que los maletines no andan por ahí dejándose caer y menos en ceremonias tan importantes y masivas como aquella a la que él había concurrido.
Por lo tanto, era obvio que el maletín pertenecía a una persona y que dada la calidad de los concurrentes, debía guardar documentos de suma importancia, no descartándose que contuviera valores.
Apenas se despidió de sus amigos, creyó escuchar un comentario referido a él, pero claro es que pudo haber sido un conjunto cualquiera de palabras que al llegar a su oído, deformadas por la mala modulación de los hablantes, el ruido ambiental y sobretodo su hipersensibilidad para escuchar determinadas frases, lo indujera a oir lo siguiente:
“Aló, tomó el maletín y va por calle X en dirección a Y; es probable que vaya a su casa. Cambio”.
Pensó en mirar atrás, pero temió que su actitud, una ojeada a la carrera, delatara los sentimientos de culpabilidad que comenzaban a apoderarse de él.
Tenía aún una alternativa. Devolverse y dejar el maletín donde lo había encontrado. Pero esto le imponía la dificultad de reconocer frente al eventual dueño, su culpabilidad, su mala sangre, mostrarse al fin de cuentas como un maldito ladrón, una persona con antecedentes intachables, con un puesto, esposa e hijos que de un momento a otro echaba todo por la borda para salir de una importante charla, con un elemento que no le pertenecía.
Hizo memoria y analizó sus pasos desde el momento en que decidió salir de la reunión.
Estaba sentado justo en el medio de un gran cuadrado que formaba un grupo de oyentes. Tanto a su izquierda como a su derecha, hacia atrás o hacia delante, había diez personas. Cada fila estaba separada de otra por un estrecho corredor que apenas permitía a las personas poner una pierna sobre una rodilla sin que ello perturbara al del lado.
Así que cuando decidió salir tuvo que enfrentar el malestar de las personas, que tuvieron que recogerse y adoptar posiciones incómodas para dejarlo salir.
Cada oyente fue molestado por Estay sólo medio segundo, pero era medio segundo más el que necesitaba cada persona para adoptar la posición correcta que permitiera abrir paso y otros tantos en prepararse para la llegada del molestoso. Si hubiera estado en una esquina no hubiera tenido ningún problema, pero estaba justo en el medio y en tal ubicación, era justamente el único que nunca debería haber pensado en emprender la difícil salida.
El primero en ser molestado, no tuvo mayores problemas en dejarlo pasar y fue tomado casi de sorpresa; pero el segundo, el tercero, cuarto, quinto y así hasta el décimo, sufrieron la incomodidad y la ira en proporción directa a la distancia que los separaban.
Los de más atrás, sufrieron el problema de perder de vista a los conferencistas y los de adelante, sentían murmullos y movimientos que los desconcentraban y los hacían mirar hacia atrás, para interiorizarse de cuanto sucedía.
Incluso uno de los conferencistas gastó una broma sobre su incapacidad de retener al público sentado por mucho tiempo, lo que generó risas y de alguna forma favoreció su escape.
Así, observado por todos los que estaban detrás de él, no le quedó otra alternativa que caminar raudo por el pasillo que lo separaba de otro cuadrado similar, hasta alcanzar la puerta de salida donde se encontró con el maletín, los dos amigos que conversaban y la calle.
Luego de escuchar el llamado por radio, optó por cambiar abruptamente de recorrido y se alejó de su hogar, Se internó por calles que no conocía, quizás con la motivación de darse tiempo para pensar en lo que le sucedía, abandonar de repente el maletín o tal vez extender lo más posible el regreso a su hogar.
Luego de reflexionar, tomó el camino más corto. En la calle, adivinaba un sesgo de sospecha en cada palabra o mirada que le dirigía la gente.
Finalmente, llegó hasta la vivienda donde su mujer lo esperaba con café y galletitas. Estaba cómodamente sentada en el living con dos oficiales del orden que vestían su uniforme institucional.
No le cabía duda, eran los mismos que en la mañana había divisado fuera de su casa enfundados en trajes de funcionarios de aseo municipal. Lo saludaron cordialmente, conversaron un rato, comieron y finalmente los oficiales se levantaron.
Señor. Usted ha cometido una falta y debe acompañarnos- le dijeron casi al unísono.
Le explicaron lo que había hecho. Hablaban como si lo tuvieran todo preparado, como si ellos hubieran organizado aquella reunión de gerentes, como si ellos hubieran puesto el maldito maletín junto a la puerta.
Salieron y su esposa, que los acompañó hasta la puerta, se despidió sin ofrecer algún gesto de desaprobación o tristeza.
Edgar Brizuela Zuleta
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