Ser invisible. Y volar.
Cuando me han preguntado, siempre en tono de broma o jugando, sobre que súper poderes me gustaría tener, he respondido esos dos. Imagino que resumen de algún modo la manera en la que hoy, a mis cuarentas, fijo mi posición frente al mundo que me (nos) rodea.
Tener la posibilidad de ver sin que te vean, de andar por todos lados sin reservas, mirar y no ser visto, o incluso espiar (que implica una intimidad mayor a solo mirar)sin temor alguno debe ser maravilloso. Imaginar cuanto fisgonearíamos sin resquicios de moralina o deliberaciones éticas me sabe a un placer inigualable. Escuchar que cuenta de uno esa o ese que te han dejado, esa o ese que te aman (odian, desprecian o lo que sea) sin decirlo no tiene equivalencias. Presenciar lo que se nos prohíbe o restringe. Habitar esos lugares que solo soñamos ocupar. Acercarnos a quienes jamás nos dejarían hacerlo. Escuchar. Espiar. Escondernos. La invisibilidad me resulta una tentación casi erótica. Pornográfica. Es la verdad permanente, aún dispuesta a matarnos.
Lo mismo me pasa con volar, aunque ésta creo que es compartida con casi la humanidad toda. Más allá de la nimiedad física del acto puro de volar, hay algo en esa posibilidad de elevarnos más allá que me sabe afrodisíaca. La contemplación. Ese símil a flotar, suspendido en lo alto, intocable y blindado a cualquier humanidad, más cerca de la divinidad. Alejarte. Alejarte más. Disponer de cada centímetro sin ataduras. Que ya no haya rincones inalcanzables. Que se esfumen fronteras o barreras. Ir detrás de lo que se haya alejado. Eliminar la distancia, la lejanía. Acercar todo aquello a nuestra voluntad con solo desplegarnos. Volar debe ser lo más cercano a la perfección.
Lamentablemente, nos ha tocado no tener súper poderes. Quizas alguna vez…. Habrá que preparase...y esperar.
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